jueves, abril 27

El caballo triste

Tabi yakusha (Actores itinerantes), Mikio Naruse, 1940

 

Contémplese la siguiente escena de Tabi yakusha: en una compañía itinerante de teatro Kabuki, dos actores son los encargados de dar vida al personaje del caballo. El primero, con suma experiencia, interpreta las patas delanteras y la cabeza, el segundo, con apenas dos años en el oficio, tiene la responsabilidad de las patas traseras. La seriedad con que afrontan la tarea es motivo de burlas entre propios y extraños. Haciendo oídos sordos y siempre defendiendo la excelencia de su oficio con hechos, la pareja de intérpretes pasa las horas observando y estudiando el comportamiento de los caballos (dando cuenta incluso de cuando éstos derraman lágrimas de tristeza). De pronto, le informan a los actores que serán sustituidos en la obra por un caballo de verdad y ellos pegan el grito en el cielo, pues, aunque han tratado con el mayor ahínco de imitar al caballo a un nivel matemático, están convencidos de que el animal real, que encarna la condición máxima de precisión posible respecto de sí, no puede recrearse en el papel con mejores resultados que los suyos. La base del modelo que practican estos dos hombres es que sólo es posible actuar lo que no se es. Toda actividad artística conlleva un tránsito entre el punto A y el punto B: entre el hombre común y el actor, entre la vida y el escenario, o bien, entre el ser y el hacer. Para fines prácticos, se requiere del efecto de la distancia.

jueves, abril 20

Soplador de vidrio

 

Oboroyo no onna (La mujer en la niebla), Heinosuke Gosho, 1936

 

Nunca vi a un cineasta con la elegancia de Heinosuke Gosho —quizá sólo por debajo de Kenji Mizoguchi—, de maneras tan refinadas y, sobre todo, de recursos tan variados. Cada momento en Gosho es un racimo de filigranas, una emoción, un espacio y un tiempo que se desgajan en muchos pedacitos y se muestran desde tantas sombras, luces y movimientos como les sea posible. No es de ninguna manera una mirada omnisciente y absoluta, antes bien una mirada insistentemente fragmentaria que intenta desgarrarnos con su ritmo, hacer resonar la amplitud de los gestos, la infinita tristeza de los personajes. Oboroyo no onna es, en ese sentido, un mundo confeccionado para brindarnos la experiencia más profunda y concentrada donde los planos abigarrados, atestados de detalles y texturas, completamente barrocos, traslucen una verdad mostrada como a través de un vitral. Es difícil imaginar bajo qué capacidad Gosho organiza un universo tan complejo, tan acabado, si bien tan artificial. Puedo imaginarme que tenía una facilidad única para estructurar los elementos en tal multitud de estampas, sonidos y objetos sin perder el oficio del esclarecimiento como un delicado ensamblaje de hojas de vidrio que forjan una imagen a un tiempo frágil y acendrada. Este tenue cristal se comunica en secreto, sin decirse por completo sino apenas alumbrando las cosas parcialmente a través de su marco. De ahí que las películas de Gosho sean el lugar donde se tocan la luz y la penumbra. La mentira de que en el cine japonés hay dos grandes —o tres o cuatro, según el dicho— no se sostiene cuando uno conoce el nivel de Gosho. Lo simple y lo complejo se dan cita, se densifican, para apenas liberarse en los pocos planos sobre la lluvia, el viento o el sol en que se puntúan fraseos llenos de exaltación.

lunes, abril 17

Se esconde el corazón en la sombra de las nubes

La Tierra del Fuego se apaga, Emilio Fernández, 1955

 

El cine clásico mexicano no conoce de medias tintas ni discreciones, es arrebatado, intenso y pasional. Esta descripción, que parece una generalidad al desestimar las excepciones, pretende más bien delinear una especie de tradición asumida (casi un temperamento) que, si bien se desplegó vigorosamente en el cine nacional, abreva de otras expresiones de carácter plástico y textual que tuvieron lugar en el México de la primera mitad del siglo pasado, sea la escuela muralista, que no disimula su uso de recursos literarios de retórica nacionalista, o la plétora de cuentos, ensayos y novelas, por ejemplo los libros de Agustín Yáñez, Juan Rulfo o José Revueltas, que mantuvieron los temas rurales provenientes de la Revolución mexicana pero adoptando una técnica por demás vanguardista. El arte mexicano oficialista de aquel periodo fue en ese sentido articulado, aun si existieron corrientes alternas, deslindes y contraposiciones que pronto desembocarían en una ruptura marcadamente cosmopolita, propia de una transición hacia el mundo urbano. 

    De la tradición primera, ya en el ocaso, febril y excéntrica en su contenido y forma, a su vez elegante y penetrante, el cine de Emilio El Indio Fernández se erige como una síntesis total. No me refiero al lugar común según el cual su cine es la muestra más refinada de lo mexicano (vaya usted a saber qué significa eso), sino a que logró, de la mano de grandes colaboradores como el cinefotógrafo Gabriel Figueroa o el argumentista Mauricio Magdaleno, congregar en un solo lugar el aire disperso. No fue prefacio ni epílogo de esta tradición, fue su punto medio y culminante. Eso le implicó un riesgo en el que sus películas a menudo cayeron: convertirse en modélicas y quedar reducidas a una idea estacionaria, casi diríamos al estereotipo. Sin embargo, debajo de tal viso encontramos inteligencia, sensibilidad y arrestos. Lo mismo incurre en clichés que en descubrimientos luminosísimos. Para bien y para mal, tal es la cualidad solar de su figura que a veces nos deslumbra sin dejarnos asomar a la precisión de sus bondades. Tan solar en todos sus aspectos que lleva cada uno de éstos hasta el umbral de sus posibilidades: la sombra, la luz, la sensualidad, el silencio, la plasticidad, el amor y la tragedia. Habrá que identificar las veces en que lo superlativo de su obra se asocia con una falta de gradaciones y, al contrario, cuando estos excesos exprimen la más alta dosis de emoción.

    La Tierra del Fuego se apaga es una de esas películas donde las soluciones formales de Fernández se exponen con mejor propósito. Desconozco los motivos que llevaron al director mexicano y a algunos de sus cómplices a filmar en el polo meridional de la Argentina, lo que es un hecho es que ello permitió airear la creatividad de un cineasta asediado por la repetición de sus motivos. Se trata de una película hierática sin ser solemne, contenida sin perder en expresividad; es decir, justa en sus formas. La razón descansa, según alcanzo a ver, en cómo la pasión humana se manifiesta a través del paisaje. A diferencia de un Roberto Gavaldón, que tiende a desnudar el interior de los seres a la vista de todos, Fernández deja un fuero a los suyos, mantiene una barrera entre la cámara y las emociones, pero cada objeto, cada nube y cada árbol anuncian los tormentos que viven sus hombres y mujeres. En el caso de La Tierra del Fuego se apaga el paisaje es vasto y las personas pocas. Es una situación muy desigual donde a cada corazón le corresponde la ocupación de un territorio inmenso. Malambo (un Erno Crisa eastwoodiano antes de Eastwood) es un hombre serio, íntegro y de ceño refunfuñón que vive para sí y para nadie más. Cuando conoce a Alba (Ana María Lynch), una mujer que trabaja en un prostíbulo de mala muerte, en lo que parece la única concurrencia de tan llano pueblo, algo cambia: su mundo adquirirá un parámetro, un tiempo y una conciencia de la demarcación del espacio. El hecho de que Alba esté próxima a partir, huyendo de una malicia orquestada, y que después de que Malambo la ayude se enamoren profundamente, plantea todos los ingredientes para constituir una situación dramática en todo el sentido de la palabra: pone fecha de caducidad al idilio amoroso (que si fuera duradero no sería tal).

    «El tiempo pasa rápido. Yo no me había dado cuenta de eso hasta que llegaste vos», le murmulla Magambo a Alba. Claro, ¿cómo se mide el tiempo cuando no hay referencias con las que cotejar la existencia propia? En La Tierra del Fuego se apaga la medida del tiempo es el otro. ¿Qué pasará al final, cuando ella tome el barco y se vaya? Lo que parecía fuera del tiempo y del espacio se ubica, se fija, y dibuja con nitidez el contorno de la geografía y el paso de los días y las noches. Todo es largo y cansino sin Alba, o por lo menos así imaginamos la experiencia de Magambo una vez que ella no esté. Su situación en el final es la misma que al inicio, con la diferencia de que en el camino ha sido atravesado por el amor. Ahora bien, si digo que es una instancia que eleva la estética de Fernández es porque los elementos físicos y emocionales se funden con gran correspondencia, no hay acartonamiento ni diferencia de pesos; la pasión embriagadora y desaforada encuentra su realización en el horizonte del paisaje, encuadrado por ese juego de planos y escalas que tanto gustaba a Figueroa. La trama, mínima, se dilata sin descansar; gobierna la agitación que los contraluces afilan y la puesta en escena suministra: la pareja de personajes constantemente se da la espalda, como si no hablaran entre sí a través de la palabra sino a través del mundo físico que habla en su nombre. Son las condiciones limitadas las que engrandecen y abisman el deseo mutuo.

    Los diálogos son pocos y precisos, al inicio hay un narrador que después desaparece, pero que introduce con gran economía las características de la historia que después será mucho más silenciosa. La preponderancia del paisaje acalla las voces de los amantes, dirige sus gestos, el tono de sus emociones, y exterioriza los sentimientos en el plano físico. Si no es la película más equilibrada de Fernández, por lo menos es la más compacta y delicada, también la más abstracta y neutra, en que la «mexicanidad», que le reportó momentos menesterosos durante su trayectoria, no obstruye aquí el desarrollo de una película directa, frontal y apasionada, repleta de una retórica anclada a lo material, lo que constata un dominio exhaustivo del oficio del cine. Con el negativo de la película encontrado hace no mucho en muy buenas condiciones, después de largas décadas perdido, esperamos que pronto se vea en las mejores condiciones y encuentre el sitio que merece en la ya de por sí formidable obra de Fernández, una de las muestras implacables de los alcances que llegó a tener lo que muy someramente podemos convenir en llamar cine mexicano.

 

lunes, abril 3

Conjuro granadino

José Val del Omar: el más grande de entre todos los artesanos del cine; alquimista y taumaturgo de objetos, observador del momento exacto de la transfiguración. Abdicador de los abecedarios fílmicos y los diccionarios llameantes, hacedor de una imagen que es muchas y de un sonido que es muchos: sin fin, sinfín… Agua que es espejo, piedra que es sombra, sol que es flor, luz que se pulveriza como un rayo y parte la tierra. El misterio de un cine como éste es que se pronuncia sin develarse, pero, además, que retoma el misterio que ya está en las cosas, acaso un palimpsesto de artefactos simples que por acumulación e historia son cantos, bailes, tiempo. Ciencia y vanguardia de las manos; vanguardia que retoma la cultura yaciente en el barro, en los azulejos y los crucifijos. Mineral sumergido en agua de río, planos profanos que recuperan el poso de los pozos milagrosos, que absorben los dichos locales en su forma y materia, en sus series y variaciones, en sus trazos y asentamientos. Cine dependiente de los infinitos años acumulados en un guijarro.