lunes, abril 17

Se esconde el corazón en la sombra de las nubes

La Tierra del Fuego se apaga, Emilio Fernández, 1955

 

El cine clásico mexicano no conoce de medias tintas ni discreciones, es arrebatado, intenso y pasional. Esta descripción, que parece una generalidad al desestimar las excepciones, pretende más bien delinear una especie de tradición asumida (casi un temperamento) que, si bien se desplegó vigorosamente en el cine nacional, abreva de otras expresiones de carácter plástico y textual que tuvieron lugar en el México de la primera mitad del siglo pasado, sea la escuela muralista, que no disimula su uso de recursos literarios de retórica nacionalista, o la plétora de cuentos, ensayos y novelas, por ejemplo los libros de Agustín Yáñez, Juan Rulfo o José Revueltas, que mantuvieron los temas rurales provenientes de la Revolución mexicana pero adoptando una técnica por demás vanguardista. El arte mexicano oficialista de aquel periodo fue en ese sentido articulado, aun si existieron corrientes alternas, deslindes y contraposiciones que pronto desembocarían en una ruptura marcadamente cosmopolita, propia de una transición hacia el mundo urbano. 

    De la tradición primera, ya en el ocaso, febril y excéntrica en su contenido y forma, a su vez elegante y penetrante, el cine de Emilio El Indio Fernández se erige como una síntesis total. No me refiero al lugar común según el cual su cine es la muestra más refinada de lo mexicano (vaya usted a saber qué significa eso), sino a que logró, de la mano de grandes colaboradores como el cinefotógrafo Gabriel Figueroa o el argumentista Mauricio Magdaleno, congregar en un solo lugar el aire disperso. No fue prefacio ni epílogo de esta tradición, fue su punto medio y culminante. Eso le implicó un riesgo en el que sus películas a menudo cayeron: convertirse en modélicas y quedar reducidas a una idea estacionaria, casi diríamos al estereotipo. Sin embargo, debajo de tal viso encontramos inteligencia, sensibilidad y arrestos. Lo mismo incurre en clichés que en descubrimientos luminosísimos. Para bien y para mal, tal es la cualidad solar de su figura que a veces nos deslumbra sin dejarnos asomar a la precisión de sus bondades. Tan solar en todos sus aspectos que lleva cada uno de éstos hasta el umbral de sus posibilidades: la sombra, la luz, la sensualidad, el silencio, la plasticidad, el amor y la tragedia. Habrá que identificar las veces en que lo superlativo de su obra se asocia con una falta de gradaciones y, al contrario, cuando estos excesos exprimen la más alta dosis de emoción.

    La Tierra del Fuego se apaga es una de esas películas donde las soluciones formales de Fernández se exponen con mejor propósito. Desconozco los motivos que llevaron al director mexicano y a algunos de sus cómplices a filmar en el polo meridional de la Argentina, lo que es un hecho es que ello permitió airear la creatividad de un cineasta asediado por la repetición de sus motivos. Se trata de una película hierática sin ser solemne, contenida sin perder en expresividad; es decir, justa en sus formas. La razón descansa, según alcanzo a ver, en cómo la pasión humana se manifiesta a través del paisaje. A diferencia de un Roberto Gavaldón, que tiende a desnudar el interior de los seres a la vista de todos, Fernández deja un fuero a los suyos, mantiene una barrera entre la cámara y las emociones, pero cada objeto, cada nube y cada árbol anuncian los tormentos que viven sus hombres y mujeres. En el caso de La Tierra del Fuego se apaga el paisaje es vasto y las personas pocas. Es una situación muy desigual donde a cada corazón le corresponde la ocupación de un territorio inmenso. Malambo (un Erno Crisa eastwoodiano antes de Eastwood) es un hombre serio, íntegro y de ceño refunfuñón que vive para sí y para nadie más. Cuando conoce a Alba (Ana María Lynch), una mujer que trabaja en un prostíbulo de mala muerte, en lo que parece la única concurrencia de tan llano pueblo, algo cambia: su mundo adquirirá un parámetro, un tiempo y una conciencia de la demarcación del espacio. El hecho de que Alba esté próxima a partir, huyendo de una malicia orquestada, y que después de que Malambo la ayude se enamoren profundamente, plantea todos los ingredientes para constituir una situación dramática en todo el sentido de la palabra: pone fecha de caducidad al idilio amoroso (que si fuera duradero no sería tal).

    «El tiempo pasa rápido. Yo no me había dado cuenta de eso hasta que llegaste vos», le murmulla Magambo a Alba. Claro, ¿cómo se mide el tiempo cuando no hay referencias con las que cotejar la existencia propia? En La Tierra del Fuego se apaga la medida del tiempo es el otro. ¿Qué pasará al final, cuando ella tome el barco y se vaya? Lo que parecía fuera del tiempo y del espacio se ubica, se fija, y dibuja con nitidez el contorno de la geografía y el paso de los días y las noches. Todo es largo y cansino sin Alba, o por lo menos así imaginamos la experiencia de Magambo una vez que ella no esté. Su situación en el final es la misma que al inicio, con la diferencia de que en el camino ha sido atravesado por el amor. Ahora bien, si digo que es una instancia que eleva la estética de Fernández es porque los elementos físicos y emocionales se funden con gran correspondencia, no hay acartonamiento ni diferencia de pesos; la pasión embriagadora y desaforada encuentra su realización en el horizonte del paisaje, encuadrado por ese juego de planos y escalas que tanto gustaba a Figueroa. La trama, mínima, se dilata sin descansar; gobierna la agitación que los contraluces afilan y la puesta en escena suministra: la pareja de personajes constantemente se da la espalda, como si no hablaran entre sí a través de la palabra sino a través del mundo físico que habla en su nombre. Son las condiciones limitadas las que engrandecen y abisman el deseo mutuo.

    Los diálogos son pocos y precisos, al inicio hay un narrador que después desaparece, pero que introduce con gran economía las características de la historia que después será mucho más silenciosa. La preponderancia del paisaje acalla las voces de los amantes, dirige sus gestos, el tono de sus emociones, y exterioriza los sentimientos en el plano físico. Si no es la película más equilibrada de Fernández, por lo menos es la más compacta y delicada, también la más abstracta y neutra, en que la «mexicanidad», que le reportó momentos menesterosos durante su trayectoria, no obstruye aquí el desarrollo de una película directa, frontal y apasionada, repleta de una retórica anclada a lo material, lo que constata un dominio exhaustivo del oficio del cine. Con el negativo de la película encontrado hace no mucho en muy buenas condiciones, después de largas décadas perdido, esperamos que pronto se vea en las mejores condiciones y encuentre el sitio que merece en la ya de por sí formidable obra de Fernández, una de las muestras implacables de los alcances que llegó a tener lo que muy someramente podemos convenir en llamar cine mexicano.

 

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