miércoles, marzo 1

La sonrisa de Nanuk

Das Kino und der Wind und die Photographie, Hartmut Bitomsky, 1991


Es difícil imaginar que algo especial sucederá entre las cuatro paredes donde Bitmosky y sus secuaces fabrican la película. Más complicado es creer que eso que están haciendo es una película. Lisa y llanamente, los monitores de televisión, las cintas métricas, las fotografías y los cables nos hacen sentir en un despacho burocrático donde se llevan a juicio las mentiras del cine. Porque si algo nos han enseñado los desdobladores de imágenes es a sospechar de ellas, a diseccionar sus trucos y atajar sus mentiras. No es tarde para darnos cuenta que Bitomsky nos plantea un destino distinto. Ni la fe absoluta ni la objeción estridente. 

    A los diez minutos de iniciado Das Kino und der Wind und die Photographie, este hombre de rasgos minerales nos hechiza con las siguientes palabras: «Siempre se acusó a Flaherty de que sus documentales tenían una puesta en escena. Pero si uno observa con atención, ve que Nanuk mira a la cámara y sonríe. La película registró su sonrisa. Esta sonrisa es lo auténtico. La sonrisa es la realidad real de esta película». ¡No nos queda otra que asentir! Es la afirmación al final del túnel. La sonrisa es el gesto del rostro que más se asemeja a la «belleza del viento moviéndose entre las hojas de los árboles» (Griffith); un espasmo involuntario e impredecible que tiene su propio ímpetu y absorbe el espacio a su alrededor; la intrusión de una realidad que pertenece menos al hombre invernal que al tiempo helado que le sobrevive. Bitomsky ha recorrido un largo camino para llegar a estas conclusiones y otro tramo para comunicarlas. Y ahora entendemos que su oficina es un lugar en el que depositar nuestra confianza. Porque su descubrimiento no es menor: es la tarea de un detective antes que la de un exegeta, donde las pistas valen por sobre todas las interpretaciones. 

    Mientras a lo largo de la historia muchos se han desgastado en quitar el velo a Flaherty acusándolo de charlatán, Bitomsky se ha esmerado en devolvérselo, con la convicción de que los secretos son una cuestión de tensión superficial. No hacía falta barrer la paja, destartalar los mecanismos de la máquina o deconstruir los discursos pronunciados. Tan sólo teníamos que trabajar en afilar nuestra mirada para encontrar los momentos de gracia en que la realidad no ha sido suplantada. Para decirlo claro: los milagros se obtienen. Primero está el sentido y después, más hondo, la epifanía, que llega inevitablemente tras la labor de cavar en su dirección. La fórmula es que el trabajo hace a la sonrisa, para ponerlo en los términos de la película que nos ocupa. Es algo que puede pesar sobre los hombros de los perfeccionistas que se contentan con salir ilesos, pues la sonrisa es el accidente feliz que los comulgadores de la armonía temen que contamine sus proyecciones. Pero para encontrar la respiración que yace en las películas, como ha hecho con la acción de sus comentarios Bitomsky, hay que buscarla en los documentos y no en una etapa de desorganización anterior, a sabiendas de que sólo cuando el movimiento sensible del mundo se aloja en una forma puede rendir cuentas. 

    Ha llegado la hora de revertir nuestras ofuscaciones iniciales: los oficinistas (o los detectives o los burócratas o los cineastas) ven los documentos no como mentiras que revisten verdades, sino como atuendos ovillados con el espíritu de la verdad. Los grandes cineastas, como Flaherty, son los que toman la ilusión como un atajo hacia la realidad (incluso si es un sendero irreductible). Y eso se logra tendiendo una red que capture lo indeterminado, ese objeto preciado para cualquier artista. «La belleza de una película comienza donde termina la actuación», dice Godard. La gran lección de Bitomsky —en el terreno de la lectura y la crítica— es la de provocarnos a concentrar nuestra atención en lo que nos distrae, como la sonrisa inquieta que se tiende de lado a lado entre los labios de Nanuk.