miércoles, mayo 17

Las varias vidas de Bruno Varela

Quienes conocemos a Bruno Varela y lo hemos visto expresarse, sabemos que sus ideas van más rápido de lo que sus gestos y palabras —que trastabillan, se debaten entre sí y se arrastran— alcanzan a atrapar y comunicar. Mientras unos vivimos una vida, él, como los gatos, ya vivió sus varias vidas. Con las películas que filma o monta pasa algo parecido, de hecho el término película no es el más exacto para hablar de ese hábitat que, de vez en vez, se corta por la mitad como una fruta para mostrarnos su color, sus semillas, su textura, su olor y la pluralidad de sus sabores. No es fácil seguirle el paso, ubicar la totalidad de su producción y organizar lo que fue primero, lo que le antecedió y cuál pieza fue ulterior. Pero hay que dejar de lado el miedo a perdernos cuando se trata de Bruno (y perdón que lo tutee, es cosa del cariño inmenso que le tengo), pues su obra nos obliga a reformular algunas lógicas de aproximación.

    Cada una de sus piezas es apenas un arañazo en la superficie de un organismo subterráneo que excava cada vez más hondo y que intermitentemente sale a tomar aire, de modo que podemos avistarlo brevemente. No hay en esto ningún coqueteo con la invisibilidad, su trabajo es en demasía físico y material, como queda demostrado en la forma en que se funden el paisaje y los rostros con el grano de la imagen, o el sonido desafinado de sentido cuando incorpora algo de ruido intencional a la percepción de los objetos. El cine de Bruno es una puesta en caos, trasunto no obstante de una claridad milimétrica, interior, que acecha desde ese perpetuo ir y venir de su espíritu creador, más descubridor de una realidad cosechada que un inventor de ilusiones transgénicas.

    Así, el movimiento que hay que captar como espectadores es el que pasa veloz, del que las piezas sonoras y visuales son sólo una huella, una rebaba, un sedimento. Uno puede sumergirse en su cuenta de Vimeo, donde tiene montones de experimentos en diferentes etapas de conjunción, asistir a las funciones donde siempre se proyectan retablos en construcción, o a sus esporádicas apariciones en festivales de cine, los cuales comúnmente no logran clasificar su trabajo y si lo hacen parecen quedarse cortos, no por falta de intenciones sino porque el escenario para la obra de Bruno solicita cierta movilidad en el tiempo y en el espacio. Algunas de sus piezas incluso sufren transformaciones o comparten elementos entre ellas como si fueran partículas de un mismo entorno. Pocas veces podemos decir que son películas con punto final.

    En ese sentido es un alquimista indomesticable, lo que a veces resulta incómodo para quienes intentamos asir su quehacer, pero que a últimas nos ofrece una necesaria revisión de nuestros criterios y principios asentados. Dicho lo anterior, nunca he estado de acuerdo en que la escritura sobre su obra, el análisis si se quiere, calque el andar energético de Bruno, que se sume al albor caótico y bello de su paso acelerado, pues la crítica debería ser siempre atonal respecto a la obra que tiene entre manos: ser impuntual, desfasada —en todo sentido de la palabra, la crítica es pedirle peras al olmo— y, en el caso que ahora nos ocupa, cuando el creador es brumoso en el mejor de los sentidos, conciliar con la claridad. Y francamente porque emparejarnos con el ritmo de Bruno es desvirtuar lo que de único tiene su trabajo, aun si en él se congregan esfuerzos compartidos, distantes y cercanos. 

    Con mis pocas herramientas, lo que más me deslumbra de sus películas es la parte técnica: es un hacedor artesanal de toda variedad de formatos, procesados y revelados; lo mismo digitales que en celuloide, lo mismo con cámara que con juguetes e instrumentos múltiples. Su almanaque de archivos es babélico, acorde al de los mejores cineastas experimentales, es extenso, exhaustivo, dialectal, abundante en digresiones. Después, hay un salto digno de puntualización, para lo que me permito abrir un paréntesis.

    Un problema que detecto entre los cineastas experimentales tanto locales como de otras latitudes, e incluso entre los programadores, críticos y el público general, es la tendencia a concebir el cine experimental como algo que se sale de toda norma, una ruptura más por impulso que por conocimiento de causa. Como si cualquier trazo desordenado, inconsciente y hasta despreciativo con la historia del cine, sea la singular o la plural, fuera de facto experimental y vanguardista. En cambio, los orfebres más admirables toman lo hecho y encuentran las ramificaciones y pasadizos para transitarlo; juegan con las cualidades, expanden y amplifican aspectos de las películas, desligan los mimbres que las conforman, se vuelven incisivos con alguno de sus aspectos o cambian sus condiciones climáticas todas: tempo, morfología, tono, textura, saturación y un largo etcétera. Más que herejes, los cineastas experimentales son obsesivos escribanos de los pergaminos del cine.

    Para el cine experimental hay un pasaje que es siempre complicado y que no muchos logran sortear: aquél que va desde el material en bruto, en el que una mayoría consigue buenos resultados, hasta su conformación encauzada, donde los propios cineastas desconfían de la consistencia de su trabajo y añaden alguna voz en off, enraízan sus imágenes en un concepto, o bien, las circunscriben a algún discurso. Y ahí se nota una separación entre elementos, como si forma y contenido no se acompañaran mutuamente. En la obra de Bruno noto a veces esa brecha entre sus componentes, pero por razones muy diferentes a las antes expuestas —y esto es importante aclararlo, pues el conocimiento cinematográfico tanto empírico como teórico de Bruno es indudable—. Mi sensación es que, en su caso, el hecho de que haya detrás de las películas un proceso continuo y persistente que fluye como un río, provoca que no todos los ademanes alcancen a cristalizarse en las películas. El proceso de Bruno va galopante e irrefrenable, muy adelantado respecto a lo que nos deja curiosear en las delgadas rendijas. Por cada película suya que vemos, entrevemos una miríada latente de muchas otras más.

    Bruno bien se podría alinear a los artistas de talante hermético, de mundos tan profundos que encuentran una dificultad después para sacarlos a la luz. Es un tipo de obra que pocos espectadores y críticos están dispuestos a aceptar, ya que implica seguir de cerca la trayectoria del artista, estar enterado de sus búsquedas y de sus hallazgos, familiarizarse con el universo propio que ha confeccionado para asimilar el argot e identificar los arcanos. También, el hermetismo así entendido tiene la característica de que, si se acabaran los espectadores, Bruno seguramente seguiría haciendo películas. El cine es ya parte de la sangre que corre por sus venas, y no puedo dejar de admirar la forma en que emprende su oficio, yendo con sus pocos instrumentos, a menudo acompañado de su hija Eugenia, al encuentro del azar, con el don de la improvisación a cuestas, como un pintor impresionista a mitad del campo. Nadie creería que aquel delgado hombrecillo con ademanes de alquimista está entregado a una tradición del cine que crece hacia el futuro, más refinado que cualquier departamento de efectos especiales usamericano, pues no hay para él efecto más tecnológico que las células, las partículas, las ondas y toda magnitud al alcance de cualquiera.

    Hace unos días Bruno presentó «Malaria de archivos», un programa de películas suyas, en el cine La Cueva y lamenté mucho no haber ido. Tuvo a bien, sin embargo, compartir una hoja con los enlaces a esas piezas, lo que me permitió ver el programa y me alentó después a escribir el presente texto. De ese conjunto, los trabajos que más admiro —y si no admiro de igual forma los otros es quizá más por mis faltas como espectador que por las suyas como cineasta— son los que tienen lentitud, cuya cadencia se resiste al arrojo (pero ¡qué sería Bruno sin ese arrojo apasionado!), y donde hallo mayor unidad entre los planos y las ideas, es decir que se vuelven una y la misma cosa: Chalchiuhtlicue (2022), Oscuro objeto (2022), Espectropolítica (2023), Presentes imaginarios (2023) y, muy especialmente, Neón cortex (2023). Allí, los tiempos se dan cita, son corrientes revueltas que no sabemos si vienen o van. Es, en fin, la chispa de las varias vidas que relampaguea en la nuestra.


martes, mayo 16

De la asincronía

Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio), Ingmar Bergman, 1974

 

Al ver Scener ur ett äktenskap, no puedo sino constatar que el amor es la materia natural del cine. Es la intriga perfecta, el aire y la tensión que mantienen en pie el drama: nos equivocaríamos si no pusiéramos a los grandes cineastas del amor junto a los grandes artífices del suspenso y de ese corazón delator que siempre amenaza los objetos y los rostros, que establece hilos invisibles en casa escena y levanta un brío inquietante igual que pasional. El amor es la arcilla perfecta del cine: muestra cómo los personajes ensayan diferentes distancias entre sí, cómo se les ilumina el rostro ante una nueva ocurrencia o, de manera simple, cómo una emoción atraviesa su pecho, instituye un frenesí e impulsa las acciones o las contiene encarcelándolas para no ceder a la locura. El amor hace pensar a la razón y a la piel, pero en el cine igualmente hace pensar al espacio, al ritmo, al sonido y la luz. El amor somete a unos y otros con su fuerza, mas trata de ser maniatado por los personajes quienes buscan que la realidad se corresponda con ese registro de altos vuelos.

Cuando en una escena Marianne (Liv Ullmann) está escuchando el relato de su paciente, pues ella se dedica a dar terapia, de pronto cae en cuenta de que se identifica con sus palabras, es a través de una experiencia ajena que ve la verdad y eso la hace temblar. Más tarde, en un último intento por arreglar su relación con Johan (Erland Josephson), un matrimonio en el que anochece, le propone que hagan un viaje juntos y que, por una vez, se salgan de la ruta recta y cambien sus planes, pero él se niega rotundamente. Con desolación, Marianne se pierde en sus propios pensamientos, trata de llegar más lejos y más profundo en sus sentimientos para hallar respuestas a tal estancamiento. Cuando finalmente se ve en la transparencia de su rostro la necesidad de expresar aquello que la quema por dentro, Johan, inesperadamente, pregunta por la hora y rompe el hechizo y la concentración del encuentro. Es un recordatorio de que el amor trabaja en otra instancia y en otro tiempo, no siempre adecuada a la métrica de lo cotidiano. Ya entrado en su interés por la hora, Johan dice que su reloj suele detenerse, una elegante manera que tiene Bergman de hacernos saber que el tiempo entre Marianne y Johan ya no es uno ni sincrónico: algo en su vida compartida se ha desfasado irremediablemente.

sábado, mayo 6

El cine y sus orillas

 

O Movimento das Coisas, Manuela Serra, 1985

 

La proyección de O Movimento das Coisas a la que asistí ayer por la tarde en la Cineteca Nacional estuvo precedida por Três dias sem Deus (1946), supuestamente la primera película dirigida por una mujer — Bárbara Vírginia— en la historia del cine portugués. Sin entrar en detalles, y según se explicaba en el texto que introducía el proceso de restauración al que estuvo sujeta, apenas se hallaron 26 minutos de una duración total de casi dos horas que debió tener al momento de estrenarse, y no se encontró ningún vestigio de su banda sonora. No me atrevo a hacer un juicio en forma de esta rara avis, pero claramente es una película sobre fantasmas, sobre luces y sombras. La copia proyectada así lo constata. Más allá del estado sesgado de la obra, presentarla en este programa doble fue un gran acierto, sobre todo porque la falta de sonido nos permitió como espectadores limpiar nuestros oídos y ojos en preparación para lo que seguía. Por ejemplo, tener sólo la parte visual te lleva a hacerte preguntas tan simples que en otro contexto pasarían por alto: ¿por qué se turbó el niño?, ¿qué lo hace llorar?, ¿es un gesto de miedo o de angustia aquél que ilumina el rostro de la mujer?, ¿la lluvia es tan torrencial como los juegos de luz, propios de una tormenta eléctrica, hacen suponer? Cada detalle adquiere una dimensión de mayor pujanza, funde una sensibilidad cuya delicadeza da cuenta de las cosas que normalmente pasan desapercibidas o que acontecen en el plano subterráneo de una película.

    Algunos espectadores abandonaron la sala, confundidos o ahuyentados por la falta de sonido, otros más cotejaban en sus celulares si esta película de sustrato oscuro y refulgente era efectivamente O Movimento das Coisas. Para los que aguardamos, la recompensa fue mayor, no sólo por ver la única película que ha filmado Manuela Serra, sino porque gracias a pasar media hora en una sala en silencio las imágenes y los sonidos de esta segunda película eran cristalinos y puros. Estábamos como espectadores mejor preparados para recibir las estampas de aquel pueblecillo al norte de Portugal, su vida interna, sus fiestas y los oficios cotidianos de sus habitantes. También sus momentos en familia o con los vecinos y amigos. El inicio, una pintura de paisaje donde el canto de las aves anuncia el amanecer de un nuevo día, tiene la pulcritud para hacernos notar las cualidades matinales y las mutaciones que acarrea el avance del tiempo y cómo se entremezclan los fenómenos de la naturaleza con los ceremoniales de los pobladores. Es decir, la película amanece junto con el sol que retrata, se ciñe a sus avatares.

    Cuando vemos a una mujer entrar en una habitación, los gestos —cómo abre la puerta, camina algunos pasos, enciende la estufa para hervir el agua— denotan la presencia de la directora. Quiero decir que, aunque es una obviedad, las películas no siempre —de hecho las menos de las veces— dejan constancia de que hubo un trabajo prolongado y persistente de quienes la filmaron. Algunos realizadores se roban las imágenes, otros, como Serra, las ofrendan para que éstas se integren a la realidad de la que se desprendieron, aumentando sus capas, acrecentando su densidad. Es casi una actividad artesanal, esculpida con cincel, que lleva el cine a un derrotero para el que en principio no ha sido pensado. O a esa idea nos han acostumbrado. Así, el puente que se levanta entre Três dias sem Deus y O Movimento das Coisas, provocado por la colindancia de su proyección, es casi mágico: la concentración y el encierro que demarcan la primera, se liberan como un respiro en la segunda. Una inhala, nos hace contener el aliento, y la otra es pura exhalación. La mansión de la primera, con sus vigas macizas, tiene un eco en la forma en que percibimos el espacio de la segunda, tan precisa y prolija, en un ida y vuelta entre la contemplación y la acción, lo que ofrece un sinfín de variantes de tiempo y lugar.

    O Movimento das Coisas es también el ejemplo de la fuerza que puede imprimir un título, elegido con sapiencia, a su contenido. Durante toda la película no podemos dejar de maravillarnos por ese perpetuo movimiento, sea el tránsito de la luz, la preparación de la masa para hornear, el tintineo de las cigarras, el desarrollo del río o la niebla que se posa con sigilo sobre las casas y los campos. El movimiento, tal y como lo afronta Serra, es continuidad y cambio a un tiempo, es mínimo y amplio, breve y prolongado, evidente y secreto, circular y lineal, gregario e individualizado, humano y natural. Los movimientos de la realidad son impulsados por los propios gestos de la cámara, que va más allá de la complacencia de una imagen inerte y se involucra, particularmente con el zoom óptico, en las glosas del día. Lo mismo ocurre con el montaje, capaz de abandonar una escena caudalosa para observar otra en completa calma que sucede simultáneamente.

    El cine suele atraer los acontecimientos a un centro, darles importancia y atención. Pocas son las veces en que el cine va hacia las cosas, las busca aun en su lejanía física y simbólica, sobre todo estética. Cuando Serra visita y trabaja filmando tal localidad, es con la conciencia de permitir que la soledad no claudique. No me refiero a la soledad de un individuo, sino a la soledad que nace cuando la distancia se hace evidente, cuando el ritmo es propio y autosuficiente, desligado de cuanto cae en la banalidad de un retrato ajeno. Es como si lo que pasa en O Movimento das Coisas estuviera fuera del magisterio del cine, sin intermediación tecnológica, antes bien una realización manual, mental y sentimental, acompasada al pulso que palpita en esas cosas que no conocen de quietud.