sábado, febrero 25

Un telescopio sin estrellas

 

10, Blake Edwards, 1979

 

Blake Edwards es un cineasta inclasificable. Trabajó con múltiples géneros cinematográficos —principalmente la comedia, en la mejor tradición estadounidense de Ernst Lubitsch, Leo McCarey o Preston Sturges, aunque también nos deleitó con dramas tan admirables como Days of Wine and Roses o elegantes thrillers como Experiment in Terror, ambos de 1962, lo que alimenta la añeja creencia de que los realizadores más diestros del burlesque tienen un dominio tal de sus recursos que se expresan con soltura en un amplio abanico de géneros—, coleccionó grandes éxitos comerciales —basta decir que creó el mito de La Pantera Rosa y su abultada descendencia, si bien no es ni de cerca el mejor ejemplar edwardsiano— y algunos fracasos tanto de taquilla como de formas artísticas. No fue el más querido en Hollywood (hay que ver sus películas para entender por qué) y sin embargo su obra de los años sesenta a ochenta está entre las más admiradas, aun si poco comprendida en sus detalles.

    Tal vez las películas más hermosas de Edwards son las que entrelazan tonos tan disímiles como la tristeza y la risa, la malicia y el candor: Breakfast at Tiffany's (1961), The Party (1968), Micki & Maude (1984) y, una de las que prefiero, 10. Todas ellas son profundamente extrañas, con una apariencia ligera y amable, y un fondo en ebullición. La acción dramática que las anima se pone en marcha gracias a la brecha que media entre lo que las personas son y lo que muestran, llámese hipocresía, ambición, frustración, miedo o evasión, y que deja al descubierto las dificultades que tienen las personas para relacionarse y amar, lo que ante la mirada de Edwards es parte de los intereses de la vida. No le apasionan los personajes perfectos y, cuando los presenta, suele acompañarlos de sus contradicciones y fragilidades, como un modo de sacar a la luz las falsedades, pero también porque la perfección es para él una suerte de corrupción.

    Nos podemos imaginar hacia dónde se precipita el universo de George Webber (Dudley Moore) cuando su terapeuta le pide que califique del uno al diez a Jenny (Bo Derek), la joven que lo tiene atolondrado —de ahí el título: 10—, y él contesta: «Once». En plena crisis por haber cumplido 42 años, George deja botada su relación con Samantha (Julie Andrews) y sigue a Jenny hasta su luna de miel en Manzanillo como arrastrado por una fuerza que lo sobrepasa. En su viaje, George intenta una y otra vez comunicarse por teléfono con Samantha, pero nunca logran coincidir —lo que es, además de una evidente metáfora, el último eslabón de una larga serie de malentendidos—. La llamada no entra sino hasta que, sentado en el bar del hotel frente al barman, quien lee un gran libro y da consejos del tipo «viviendo se aprende», George ve a Jenny aproximarse con su marido y se produce en él un manojo de nervios que lo lleva a cortar torpemente la conversación con Samantha. Es el momento donde dos deseos irreconciliables chocan abruptamente: se trata de la veta moralista —que no moralina— de Edwards, una moneda suspendida en el aire que no se decanta por un solo lado. Esta suspensión es saboreada por Edwards, quien se regocija al encontrar a su protagonista «fuera de lugar» (rasgo esencial de la comedia): George va tras una mujer mucho menor que él y encima casada, salta entre la arena hirviente o bebe un coctel metido en el mar con ropa deportiva junto a dos viejos gringos.

    La imagen de George es ridícula. Lentamente, como sucede en las películas de Edwards, hechas de situaciones in crescendo, el punto se vuelve línea, una experiencia se prolonga suavemente, pasa por diferentes tonalidades hasta instaurar un estado emocional en el que los personajes se abandonan un poco a sí mismos para volver y descubrir con mayor profundidad lo que en realidad son. A conseguir estos objetivos ayudan el alcohol y la música, catalizadora ésta de los sentimientos, pero también revelación del alma: es en parte a través de la música que George cae en cuenta de la ridiculez de sus acciones (es decir, de cómo se ve el deseo desde fuera), y de cómo la perfección de Jenny es en realidad un espejismo, deshecho en la brillante secuencia donde George y Jenny se dan cita en una de las habitaciones del hotel al son de Ravel. Es en ese punto de claridad cuando George se hace consciente de las máscaras de cuanto lo rodea. Después del gran trayecto recorrido vuelve a casa, de nuevo al inicio, con algo más de modestia. Edwards se pone del lado de la indulgencia, según el cual el amor está hecho de irrealidad, pero sobre todo de debilidades y errores, imposibles de cuantificar numéricamente. Son estos errores los que hacen a George más humano. Como dice en algún momento Samantha: «Nadie es perfecto». A lo que su amigo, y nosotros con él, contesta: «Gracias a Dios».

 

Publicado originalmente como hoja de sala para el cineclub

El Cine Probablemente Presenta, febrero de 2023

       

P. S. El papel del telescopio en 10 es mucho más que el de un simple objeto que provee a la película múltiples gags. Permite a los vecinos observar la intimidad del otro, nos revela la compulsión y la frustración de George por ser algo que no puede y, en la parte final, demuestra el pasaje que tiene el personaje principal hacia un estadio de aceptación cuando éste no tiene reparo en dejarse ver en plena desenvoltura de su deseo. La idea más bella alrededor de este instrumento, sin embargo, es cuando Samantha le dice a George (cito de mala memoria): «Alguien que utiliza el telescopio para espiar a sus vecinos en vez de para ver las estrellas no es sino un mirón». Tan sólo puedo imaginar a Edwards fascinado con la imagen de un telescopio que apunta hacia las personas en lugar de prestarse a la bóveda celeste. Su obra en general bien podría ser una ampliación de esta matriz humanista.

jueves, febrero 9

Bajo influencia

¿Conoces esa película de Cassavetes, A Woman Under the Influence

Bueno, todas mis películas están hechas bajo influencia. Quizás sea el clima, 

quizás sea... Numéro Deux se hizo bajo la influencia de Miéville. Ella no estaba 

y se enfadó porque he tomado muchas cosas de ella y le dije que siempre 

lo había hecho. Si hago una imagen del sol, la tomo del sol. 

No puedo producir cosas por mí mismo. No sé cómo lo hacen 

otros cineastas. Siempre estoy tomando, nunca invento.


Jean-Luc Godard

 

 

La muerte de Godard no es una lamentación repleta de nostalgia, como se podría suponer. Su partida establece un corte abrupto en la historia del cine: el cine moderno, un modelo donde los espectadores entraban a la sala a compartir con otros, desconocidos y anónimos, una experiencia de conocimiento y curiosidad. Donde los espectadores entraban para viajar, saber de otros lugares y otras personas, aun si la película era sobre cosas que ya conocían. Pero esta modernidad no se limita a la experiencia de los espectadores, está en el seno mismo de la creación, donde los cineastas eran motivados por esa misma búsqueda del conocer. En las películas a las que me refiero se percibe aún la energía del rodaje como un encuentro y una manipulación de los materiales de la realidad a los que se enfrenta el cineasta. Es algo que ya no se percibe tan a menudo, pues las películas parecen saberlo todo, sin margen para la indefinición (por evocar a Robert Bresson, otro artista francés de la estirpe ahora extinta). Ese pulso, esa modulación, esa distancia, fue llevada más lejos que nadie por Godard. Eso explica por qué siempre fue, y esto incluye su etapa de vejez, el más joven de los cineastas, y por qué nunca se detuvo a disfrutar el sabor de la victoria. Fue grande porque trabajó como alguien diminuto, enfrentado a un mundo que lo sobrepasaba y en que siempre hay rincones dispuestos a entregar el placer de saber lo que uno no sabe. Y por eso, los que ven en las películas de Godard el epítome del artificio, la mueca o el ademán acartonado que es cine sin realidad, no valoran que fue el más realista de los cineastas. Llevó a cuestas el principio irrestricto de que el cinematógrafo registra y revela, y nunca —a pesar de todo lo constructivo que parece su estilo —crea o inventa. El registro de Godard es apabullante, casi un acto mental donde la realidad se beneficia de una textura que le resulta impropia. La maestría de Godard como montajista, que viene de muy atrás con su texto Défense et illustration du découpage classique, y que no fue una apostasía de la teoría baziniana sino su continuación más radical —la de la modernidad—, le permitió sujetar regiones aparentemente disímiles del país del cine en un mismo racimo. Cuando afirma que él no inventa nada, que él no produce y tan sólo toma, arrebata, roba, es porque su convicción de conocimiento es tan regia que este acto es finalmente inventivo, contra su propia voluntad. ¿Cuántas películas de las que se filman hoy están realizadas con esta voluntad de intelección? ¿Cuántos de los epígonos de Godard no han confundido sus imágenes con la realidad que respira entre los planos del artista francés? En esas preguntas descansa, para mí, el presente y futuro del cine, que no podrá jamás renegar de una figura como Godard, o mejor dicho de sus películas que para fortuna nuestra se quedan aún después de la partida del hombre. ¿Seremos capaces de tomarlas para nosotros?