jueves, abril 20

Soplador de vidrio

 

Oboroyo no onna (La mujer en la niebla), Heinosuke Gosho, 1936

 

Nunca vi a un cineasta con la elegancia de Heinosuke Gosho —quizá sólo por debajo de Kenji Mizoguchi—, de maneras tan refinadas y, sobre todo, de recursos tan variados. Cada momento en Gosho es un racimo de filigranas, una emoción, un espacio y un tiempo que se desgajan en muchos pedacitos y se muestran desde tantas sombras, luces y movimientos como les sea posible. No es de ninguna manera una mirada omnisciente y absoluta, antes bien una mirada insistentemente fragmentaria que intenta desgarrarnos con su ritmo, hacer resonar la amplitud de los gestos, la infinita tristeza de los personajes. Oboroyo no onna es, en ese sentido, un mundo confeccionado para brindarnos la experiencia más profunda y concentrada donde los planos abigarrados, atestados de detalles y texturas, completamente barrocos, traslucen una verdad mostrada como a través de un vitral. Es difícil imaginar bajo qué capacidad Gosho organiza un universo tan complejo, tan acabado, si bien tan artificial. Puedo imaginarme que tenía una facilidad única para estructurar los elementos en tal multitud de estampas, sonidos y objetos sin perder el oficio del esclarecimiento como un delicado ensamblaje de hojas de vidrio que forjan una imagen a un tiempo frágil y acendrada. Este tenue cristal se comunica en secreto, sin decirse por completo sino apenas alumbrando las cosas parcialmente a través de su marco. De ahí que las películas de Gosho sean el lugar donde se tocan la luz y la penumbra. La mentira de que en el cine japonés hay dos grandes —o tres o cuatro, según el dicho— no se sostiene cuando uno conoce el nivel de Gosho. Lo simple y lo complejo se dan cita, se densifican, para apenas liberarse en los pocos planos sobre la lluvia, el viento o el sol en que se puntúan fraseos llenos de exaltación.

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