miércoles, septiembre 20

El mundo a través de una ventana

Jacques Becker siempre colocó a sus personajes en situaciones de tránsito, a mitad de una acción o desaliñados. Suele vérselos en un movimiento sostenido, buscando enmendar su circunstancia y dando de tumbos en un camino lleno de cortapisas. Su actitud ante tales obstáculos va de la ingenuidad a la incomodidad: a tientas, acechantes o en recta huida. Piénsese en Édouard, un hombre humilde aunque talentoso en medio de una ridícula ceremonia aristocrática en Édouard et Caroline (1951); o bien en Françoise, personaje de Rue de l'Estrapade (1953), quien tras el engaño de su marido se muda en solitario a una habitación en un suburbio de poca monta donde congenia con extraños vecinos; también se puede evocar a Marie de Casque d’or (1952), centro de un fuego cruzado; y, por supuesto, al hombre refinado que va a dar a la prisión en Le trou (1960). En tales lienzos se dan cita, en un mismo tiempo y lugar, personas de todas clases sociales, rangos, oficios y jerarquías. Es lo que hace de Becker uno de los cineastas más radicales, más políticos si se quiere, toda vez que jamás persigue estos propósitos —o por lo menos no expresamente—.

    Becker es un observador de los gestos, la vergüenza, el desconocimiento y la impropiedad que siente un hombre o una mujer cuando está acorralado en un sitio ajeno. Por eso el punto de vista es vital: al atarse a lo propio, automáticamente lo extraño se pone en perspectiva. Siempre es un alguien —normalmente una mujer— el que nos conduce a campo traviesa y nos deja percibir con su sensibilidad, en general inadecuada para el entorno, los residuos de la batalla. Así sucede en Rue de l'Estrapade con Anne Vernon, de la que es difícil desenamorarse por su diligencia y sencillez, por cómo nos guía con su inocencia hacia un nuevo mundo a través de situaciones inhóspitas y agresivas. Por cómo nos desprejuicia. Es una película bizarra, llena de situaciones inconexas, personajes fuera de lugar, pero unidos todos por la mirada de Anne que con su franqueza los deja al desnudo.

    Esta posición desorbitada va acompañada de personajes claustrofóbicos y titubeantes que buscan la salida una y otra vez de forma desesperada —a veces sin saber de qué huyen—; y aunque existe, la salida no está a su alcance. Así descrito, Le trou es la concreción absoluta de los temas beckerianos: el escape se explicita, la salida es física, está allí. Pero la prisión existe también en el resto de sus películas aun si en ellas no hay barrotes sino campo abierto. La prisión, los umbrales y las fronteras son eso que delinea el más allá que los personajes contemplan pero al que no pueden ir. Ya Hasumi Shigehiko apuntó que en Becker el tema está siempre encarnado en las puertas difíciles de abrir y traspasar, y en las ventanas desde las que se mira el horror, como ocurre al final de Casque d’or en que la mujer mira a su enamorado morir en la horca desde una habitación de hotel que rentó expresamente con ese objetivo… como si mirar le diera la esperanza de ir, salvarlo y detener lo irreversible.

    Este momento de la ventana es una escena espejo de otra fugaz pero imprescindible que tiene lugar en Le trou. Yo no dejo de pensarla y cada vez me convenzo de que toda la película está consagrada a ese instante en que dos hombres, tras una tarea exhaustiva y una estrategia planeada y ejecutada minuciosamente —a lo largo de varios meses— entre un grupo de prisioneros que buscan escapar del encierro, alcanzan la alcantarilla por la que habrán de salir. La alzan para verificar que todo marche bien y Becker nos regala un plano magnífico de la calle vista desde la alcantarilla. Los elementos son comunes: un auto, los faroles, el bullicio… pero los presenciamos mediante los ojos prístinos de los dos prisioneros que hace mucho no tenían contacto con la vida corriente. La sensación de libertad y pureza, de aire, tras toda la película enmarcada en espacios interiores, es alentadora. Los prisioneros dudan momentáneamente entre irse de una buena vez o regresar por sus compañeros, como lo habían prometido. Finalmente vuelven y todo el plan se arruina por una traición. La breve oportunidad en que contemplaron la libertad a través de la alcantarilla cobra mayor relevancia: estuvieron tan cerca de un sino liberador. Siempre queda en Becker el sabor de que las cosas pudieron ser distintas: vislumbramos proyectado de forma cristalina ese anhelo para después verlo derrumbarse frente a nuestros ojos. En la última parte de Édouard et Caroline, por ejemplo, Becker hace un paneo hacia la ventana del apartamento —a la que antes no le había prestado atención— para que la amargura de una oportunidad perdida tenga mayor impresión. Y en Touchez pas au grisbi (1954) sentimos el frescor de un alba límpida que se sigue de una noche subyugante. En Becker no existe ese abismo, el placer o el terror del espacio abierto, sin toda la construcción opresiva que lo antecede. ¿Hay acaso algo tan oscuro y tan claro a un tiempo, igual que el paulatino paso de la noche al día, como las hermosas películas de Jacques Becker?