jueves, julio 20

Negro sobre blanco


Son nom de Venise dans Calcutta désert, Marguerite Duras, 1976

 

Cuando se ve una película de Marguerite Duras, bien vale la pena aquilatarla como a un libro: su escritura y sus descripciones, sus trazos de tinta, los canales que se forman entre las palabras para airearlas y la página en blanco o, mejor, la página amarillenta a causa del tiempo. Porque si de unos siglos para acá la lectura es solitaria, el cine de Duras también lo es: esa soledad compartida que el cine permite. Y como un libro, nos enfrentamos a sus películas con intimidad, la cualidad nocturna de estar solo y embriagado por un río que mece su corriente tallando las piedras, iluminando con su reflejo la noche como vocero de la luna en la tierra. A pesar de ese cosmos inmenso, de ese mundo desesperantemente lejano, uno siente que se le dirige, que te susurra al oído y te atrae a penetrar en el sosiego de su ritmo.

    Cuando filma, Marguerite Duras escribe sobre una hoja de papel oscura, negrísima, tanto como escribir en el firmamento. No siempre es una metáfora. Véanse sin más los largos bloques de L'Homme atlantique (1981) donde escuchamos las voces al son de una imagen umbrosa. Lo dicho, no obstante, dibuja una situación, un sentimiento, acrisola un paisaje. La disposición que requiere un espectador, diferente de la que requiere un lector, se entremezclan en sus películas, a veces nos piden imaginación y otras adherencia a lo que muestran. Pero lo más sorprendente es la inteligencia de Duras para incurrir en rupturas ante su propio sistema: cada tanto aparece una imagen, concentrada y densa, saturada como pintura líquida que después se diluye en agua, en la falta de imagen, pero que lejos de disiparse, como en el lastimero cine contemplativo contemporáneo que abandona la realidad a su suerte, somete la ausencia a un centro de gravedad, a una presencia. Es decir, la negrura no es sólo tal, es parte de la imagen que la antecede, está atada a ésta, es su muerte y su renacimiento, como una palabra que es ella y el espacio blanco que le sigue. Y así surge su gran tema: el deseo. Deseo del otro y de lo otro, de ser lo que no se es, pero también de ser con eso que no se es. Casi diríamos anhelo.  

    El gran descubrimiento de Duras es que el deseo se hilvana en la distancia. Los elementos de sus películas se desgranan y se alejan entre ellos: la palabra de la imagen, la presencia de la ausencia, el presente del pasado, el sol del océano, un amante del otro. Paradójicamente, la distancia los estrecha: entre menos vemos a alguien, más intensa es su huella, y entre menos se rocen los cuerpos, más fervorosa es la danza que se ofrendan. Es un uso antitético de la naturaleza fílmica: cómo hacer que la imagen apague su flama, que se olvide de lo que muestra y levante un puente entre el aquí y el allá. Son nom de Venise dans Calcutta désert es el pulimiento de estas nociones, pues apenas con un atisbo de la figura humana y casi todo su tiempo desplegado entre los muros en ruinas que antes, en su vivacidad, fueron el escenario de India Song (1975), mientras se escucha además la banda sonora de ésta, testimonia un mundo exahusto, antes placiego, que avanza en su desvalimiento; esto es: en su progresiva destrucción.

    Duras no sólo habla de un árbol a través de sus frutos caídos, sino que tiende el hilo invisible que engarza éstos y aquél, a saber: el tiempo. ¿Qué hay más cercano a este transito entre elementos distantes que la escritura? Esa distancia, para la que mostrar es un verbo limitado por pétreo; esa latencia es el denuedo del cine durasiano aun si discurre con la afabilidad de un oleaje suave. De las cosas más placenteras como espectador de sus películas, es que te somete a un compás, te obliga a adecuarte, a ralentizarte y nadar en sus aguas. El deseo es un sosiego que medra en pequeñas dosis, sin necesidad de la marea alta. Es por eso vital el tiempo que no es sino distancia: dos magnitudes que progresan e insisten hasta lo más hondo del corazón y que manifiestan lo esto en lo aquéllo.

    Recuerdo con imprecisión una idea de L'Homme atlantique que me pareció sustantiva para describir el funcionamiento del cine de Duras. Un verso que afirmaba cómo la mirada aprisiona las cosas que ve, cómo los objetos y el espacio se comprimen dentro de esos límites. Y, claro, si uno rememora los planos sin figuras humanas de Son nom de Venise dans Calcutta désert, su realidad aparentemente desatendida, comprende que tiene frente a sí una presencia regia, que hay una mirada más carnal que cualquier cuerpo frente a la cámara, a un tiempo deseante y agónica, pues el deseo es compañero de la muerte, confines ambos de las pasiones humanas.

    Siempre, desde el inicio de mi cinefilia, tuve predilección por el cine que destierra del centro a las personas. Quizá por el enigma que significa ese ser ausente, ese testigo retraído. Las más de las veces hubo decepción, pues la falta de figurantes y de piel se traducía en una falta de ideas y de sensibilidad. Adoro, en cambio, el momento de Une partie de campagne (1936) donde Jean Renoir abandona el focejeo del hombre sobre la mujer que culmina en un beso, y el plano da paso al viento, a los árboles, al río, a las nubes y finalmente a la lluvia. Es un instante glorioso, que extiende la sensación agridulce de la pareja hacia la apertura del paisaje; se distancia de ellos para acrecentar su encuentro furtivo. Otros más han trabajado con procedimientos similares: Michelangelo Antonioni, Andréi Tarkovski, Rita Azevedo, ni qué decir de Michael Snow. Pero la versión más refinada es la de Duras, precisamente porque aleja a los amantes entre sí, los reduce a sombras. Allí, como cuando se lee un libro, la distancia entre lo que es y lo que fue, lo visible y lo tácito, colma de furor y enigma nuestro pecho, es acaso la muestra del cine como un océano que a un tiempo nos acerca a los demás y nos separa de ellos.