jueves, octubre 19

Notas al pie

 

Inicialmente, este ensayo fue comisionado para formar parte de un libro que sería publicado en conmemoración del décimo aniversario del Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM) en 2020. Por razones que desconozco la publicación nunca tuvo lugar, así que me permito reproducirlo aquí aun con todos sus desperfectos, propios del paso de los años.

 

1. En algún lugar recóndito de la ciudad de Zúrich, desde hace más de treinta años, un grupo de fervientes lectores de la obra de James Joyce se reúne una vez por semana para estudiar metódicamente su último libro, Finnegans Wake. Palabra a palabra, con diccionarios, fotocopias, manuales y notas en mano, van esgrimiendo los múltiples sentidos que arroja el texto hasta agotar el idioma en que fue escrito, como si en la insistencia y el trabajo prolongado emergiera el placer del descubrimiento. Entre sus instrumentos elementales sobresalen las ediciones del libro con sus páginas amarillentas y frágiles, casi al borde del desvanecimiento. En su interior, frases subrayadas, glosas y todo tipo de marginalia. Hay en todo este lenguaje secreto una materialización del tiempo de lectura que deriva en la proliferación de versiones de la novela dentro de la propia novela, rutas que en su ciframiento elaboran un relato ausente que busca, antes que respuestas disparatadas, la precisión tanto de los enigmas como de su eventual transmisión. ¿Qué tanto, en su intento por profundizar en la obra, se alejan cada vez más de ella? ¿A qué se acercan? Al leerla ¿la corrigen, la reescriben? ¿Qué correspondencia se establece entre las personas y el texto? Posiblemente en la aventura por apoderarse del significado de la obra, fue la obra la que se apoderó de ellos y les impuso una lógica particular, llevándolos a un momento límite de indistinción entre los elementos del libro y los suyos. No se me ocurren otras formas de explicar su constante labor de investigación salvo por esa especie de pacto ficcional. Es ciertamente una práctica anacrónica esta de una comunidad de exegetas que giran conjuntamente en torno a un punto hermético; aunque es curioso, por contraste, que fuera precisamente Finnegans Wake el primer libro que se compró por Amazon, una de las empresas de ventas por Internet más sintomáticas de la dispersión y la fragmentación que guían en gran parte el ethos de la época actual. «Me he sentado aquí desde 1988», profiere uno de los integrantes de mayor edad, orgulloso de compartir con los demás, y por tanto tiempo, un sitio de ideas pensado por fuera de toda relación de consumo. ¿Cuáles son las fuerzas de orden que impulsan este encuentro? Es loable, sobre todo, que en su quehacer persigan consagrar la lectura con el mismo estatus del que goza la escritura, aunque esta exigencia no sea un objetivo explícito sino la consecuencia del deseo que prodigan.

Hay que decir, para quienes no lo han adivinado ya, que todo el campo social descrito hasta aquí pertenece al documental La sociedad joyceana (2013), de la cineasta española Dora García. Todo su registro, salvo algunas añadiduras, está consagrado al fascinante momento de discusión e intercambio literario entre los integrantes del colectivo, dejándonos con la tarea de imaginar cómo estas personas actúan fuera de la sala de reunión, cómo incorporan sus lecturas a la vida ordinaria, del mismo modo que dicha vida transpira entre las páginas. El final de la película no podía ser de otra manera: el sonido de las campanas en la lejanía se superpone con las imágenes de los felices hermeneutas, dando a la lectura una designación religiosa, como el plano de Pickpocket (1959) donde Robert Bresson acompaña con música sacra el entrenamiento de los carteristas que ejercitan la habilidad de sus manos y sus gestos, haciendo de un simple hecho mundano el más apacible acto de fe.  

 

2. Es conocida la idea de que, bajo la superficie de las cosas, se esconde una última capa de realidad inaccesible. Cada mediador, cada objeto, resulta un impedimento para acercarse a esta verdad absoluta. ¿Podemos suponer, en este paradigma, que los libros y las películas son una especie de ilusiones que nos alejan de lo real? Este postulado se replica cuando señalamos que una persona abandona la vida para encerrarse a ver películas y leer libros. ¿Hacia dónde se escapa todo el tiempo que pasamos viendo películas? ¿Es una pausa? Y más allá, ¿dónde acaba y dónde empieza una película? ¿Cuáles son sus orillas?

Vamos a tratar de ponernos en otra lógica: diremos que, cuantos más filtros haya, cuantos más mediadores, mayor será la realidad. Es una idea milagrosa del estudioso de la ciencia Bruno Latour. Es decir, que entre un mapa y el territorio no hay uno más real que otro, ambos son parte de una cadena de transformaciones que se inscribe en distintos estadios. De otra forma, podríamos argüir, ¿para qué hubiera Dios creado el Universo? La vida nunca es sólo vida, es vida en la inmanencia de sus medios, a través de ellos. En esos parámetros, cuando un espectador contempla una película obtiene algo de ella, pero la película también obtiene algo de esa mirada: crece ontológicamente. Cuando uno examina un libro y lo subraya, como los lectores de la sociedad joyceana, lo está transformando; al leer un diario, supongamos, una entrada de un diario cada día, el diario termina por ser también el propio. Pero no se detiene en los objetos artísticos: las palabras, las sombras, las conversaciones, los pensamientos, los insectos y el silencio, son todos susceptibles de interaccionar entre sí y ensanchar los cauces en el relieve de la vida. El origen de esta perspectiva tiene que ver con releer las disputas que ha tenido la filosofía a lo largo de la historia respecto a cómo se relaciona el sujeto con el objeto, ya no cargando el peso en uno u otro (es decir, en la conciencia o en la cosa-en-sí), sino en todo lo que se encuentra en medio, y buscar disolver un binomio que, además, desestima las facultades de los objetos para poner la vida en acción y da preferencia al sujeto como referencia primera. El cine sería entonces, por su densidad, una forma profunda de turbar el mundo. Por eso es difícil pensar que las películas sustituyen la experiencia, más bien son uno de los tantos modos de escindirla y cultivarla, o como bien precisa el poeta Roberto Juarroz: «La realidad está donde queremos que esté, donde somos capaces de engendrar una forma», y continúa: «La realidad sólo se descubre inventándola».

 

3. En la apertura de Céline et Julie vont en bateau, película de 1974 realizada por el francés Jacques Rivette, una mujer lee un libro de magia en una banca a medio parque. Hace los conjuros y gira la mirada fuera de la página esperando que tomen forma. Incluso juega con sus anteojos tratando de provocar lo que ve. Inesperadamente pasa otra mujer apresurada que deja caer una tela y, en clara alusión al relato de Alicia en el país de las maravillas, la primera mujer toma la prenda y persigue lo que parece una señal del destino forjada por sus hechizos. Estamos ante un particular modelo de lectura: la que se ve interrumpida por la vida y desborda su ficción sobre el espacio tridimensional. En este caso, el libro no sólo se lee, también escribe; incide directamente en las reglas que rigen el espacio-tiempo como una obra en plena expansión. Desde luego, es bajo la singularidad del cine que Rivette, como hace siempre, encanta el mundo que irrumpe en sus películas y lo llena de hilos secretos que desestabilizan por completo el orden habitual de los elementos y sus propiedades. Sin embargo, es posible traspapelar esta poética a los papeles de la vida ordinaria, rozar el límite entre el cine y la vida, del mismo modo que la luz no deja de ser tal cuando se refracta en un espejo ni cuando atraviesa el agua que reposa en un vaso.

Los que ostentan el poder suelen difundir la tajante división entre cine y vida impidiendo el acceso a un modo de entender el cine como fuente de pensamiento y de realidad. Qué provocador es especular que las películas son fenómenos naturales, como piedras con una rica vitalidad interior a las cuales se puede amar contemplando sus texturas y los sonidos que emiten al golpear en un estanque. Raúl Ruiz, cineasta chileno que creía en la vida propia de los objetos (¿qué cineasta podría rechazarlo?), escribió una fórmula fascinante para destronar las voces que ponen al cine en un lugar alejado de la realidad y que a menudo lo disfrazan como una ilusión que nos persuade a la negación, pero también a quien cree que unos ven cine y otros, con categoría, lo estudian: «No olvidemos que vivir una obra de arte no consiste sólo en estar fascinado por ella, en enamorarse de ella, sino también en comprender el proceso del enamorarse», y lo sintetiza en una ecuación concisa: «Amar te hace inteligente». «Amar te hace inteligente», ¡vaya respiro! Y al fondo de este postulado hay una inercia: indagar, compartir, escribir, escuchar, leer, reflexionar, discutir, intercambiar, relatar, sugerir y prestar son modos amorosos de participar en el intercambio con el mundo, dejando a un lado la idea del espectador que mira —sin influencias ni preceptos— una película que no tiene más aristas que la luz de la imagen, como si todas estas afectaciones le retiraran su aura, cuando son en verdad las que la constituyen. ¿Con qué seguridad podemos afirmar que no son las películas las que nos miran a nosotros?

 

4. En muchas tradiciones, a lo extenso e indeterminado le es adjudicado el sentido último de lo divino, pero en otras, esta vastedad más bien dicta una condena. ¿Dónde se pierde uno con mayor facilidad: en la amplitud del desierto o en lo intrincado de un laberinto? Seguramente estas decisiones conceptuales han tenido gran peso en la historia de la catalogación —una profesión muy antigua—, que no puede soslayar la discusión entre el límite y lo ilimitado, lo uno y lo múltiple. Si uno piensa en el gran bibliotecario del cine, Henri Langlois, a quien debemos, entre otras cosas, la conservación de una cantidad importante de películas que rescató desinteresadamente a través de la Cinemateca francesa, llama la atención su axioma de aceptar cualquier película sin el imperativo de la selección. Su decisión estaba signada en una metafísica muy particular: «Sólo el tiempo debe decidir», pues es difícil confiar al presente la protestad del criterio, aunque lo sugestivo es la generosa colaboración que Langlois asumió con la dimensión temporal, incluso sin comprenderla del todo.

Organizar, numerar, archivar son actividades ineludibles que luchan contra el influjo de la vida y a su vez —esto es lo fascinante— la desencadenan. Claramente las cosas no están sólo ahí esperando ser clasificadas, más bien clasificarlas es un modo de hacerlas hablar, ponerlas en relación, separarlas, distinguirlas, crear asociaciones y diferencias. Por más que nos acostumbremos a ciertas categorías, las posibilidades de reordenarlas son infinitas, aunque eso supone muchas veces luchar, por un lado, contra las posturas oficiales, y por el otro, contra el escepticismo desperdigado. Diremos entonces que, si normalmente las taxonomías apuntan a encerrar los elementos en dominios, no hay que desestimar que toda nomenclatura posibilita el crecimiento de las formas, esto es, que sus bordes se abismen. Como escribe Edmond Jabès: «Una puerta como un libro. / Abierta, cerrada. / Pasas y lees. / Tú pasas. Ella permanece». Naturalmente, las clasificaciones que descubren formas no detectadas con anterioridad son aquellas con plena conciencia de su inabarcabilidad. La nota más alta de las categorizaciones, en esa línea, son los intersticios que produce: el pensamiento inexpresado, «como si lo velado fuera el verdadero florecer» (Inger Christensen). Y el misterio no queda fuera de un orden clasificatorio sino acompañándolo, perdurando como una nota al pie.

 

5. En la vida no hay finales; en el cine sí. No obstante, al estar frente a una película la sensación de final se olvida. Si el cine y la vida son lo mismo, ¿por qué separarlos? El poeta W. H. Auden solía decir que un libro tiene que ser antagónico al lugar en que se lo lee, y si bien no estoy necesariamente de acuerdo, las consecuencias de este adagio son interesantes, sobre todo si nos detenemos en la condición de desfase. Esto quiere decir que, aunque lo que vemos en pantalla es parte de la realidad, hay una distancia con la realidad inmediata desde la que observamos la película. En algunas perspectivas, esta distancia, pensada como representación, es la evidencia del artilugio cinematográfico. Pero no olvidemos que un artilugio, del mismo modo que la ficción, no implica necesariamente una falta de realidad. Como señalé anteriormente, aquello que agrega el cine a la realidad, por ejemplo, al filmar el cielo, no es falsedad sino justamente mayor realidad. De modo que el cielo fuera de la pantalla, cuando es registrado, aumenta, transformándose en algo más sin diluirse por completo. Si después decidimos escribir algunas palabras sobre el cielo de esa película (que bien podría ser una de Raymonde Carasco, John Ford o Yasujirō Ozu), estaremos llevando aún más lejos las posibilidades de ese cielo y, en vez de limitarlo, le daremos más derroteros por los que circular. Esto significa que la vida está en crecimiento y el mundo en movimiento. Se puede ver con claridad con las leyes de la termodinámica, las cuales muestran que toda transformación energética —física, social, estética— produce necesariamente entropía, esto es, que nada sucede dos veces de la misma forma. Lo que el cine reproduce jamás será una réplica exacta de lo que registró en el momento en que lo registró, habrá un proceso de transmutación, y, aun así, conservará algo de aquel registro, acaso su misterio. Estamos ante una serie de paradojas: el cine registra lo que desaparece, pero nos presenta siempre el proceso de desaparición, y ese proceso, por si hace falta enfatizarlo, existe, se trasfiere (o como nos recuerda Clarice Lispector: «Escribir es acordarse de lo que nunca pasó»). Diremos, para finalizar, que lo que salva la unión entre el cine y la realidad es precisamente aquello que los distancia, como la luz diferida de una estrella.