La Tierra del Fuego
se apaga, Emilio Fernández, 1955
El cine clásico mexicano no
conoce de medias tintas ni discreciones, es arrebatado, intenso y pasional. Esta
descripción, que parece una generalidad al desestimar las excepciones, pretende
más bien delinear una especie de tradición asumida (casi un temperamento) que,
si bien se desplegó vigorosamente en el cine nacional, abreva de otras
expresiones de carácter plástico y textual que tuvieron lugar en el México de la primera mitad del
siglo pasado, sea la escuela muralista, que no disimula su uso de recursos
literarios de retórica nacionalista, o la plétora de cuentos, ensayos y novelas, por ejemplo los libros
de Agustín Yáñez, Juan Rulfo o José Revueltas, que mantuvieron los temas rurales provenientes de la Revolución mexicana pero adoptando una técnica por demás vanguardista.
El arte mexicano oficialista de aquel periodo fue en ese sentido articulado, aun si existieron
corrientes alternas, deslindes y contraposiciones que pronto desembocarían en una ruptura marcadamente cosmopolita, propia de una transición hacia el mundo urbano.
De la tradición primera, ya en el ocaso, febril y
excéntrica en su contenido y forma, a su vez elegante y penetrante, el cine de
Emilio el Indio Fernández se erige como una síntesis total. No me refiero al lugar común
según el cual su cine es la muestra más refinada de lo mexicano (vaya usted a
saber qué significa eso), sino a que logró, de la mano de grandes colaboradores
como el cinefotógrafo Gabriel Figueroa o el argumentista Mauricio Magdaleno,
congregar en un solo lugar el aire disperso. No
fue prefacio ni epílogo de esta tradición, fue su punto medio y culminante. Eso le implicó un
riesgo en el que sus películas a menudo cayeron: convertirse en modélicas y
quedar reducidas a una idea estacionaria, casi diríamos al estereotipo. Sin
embargo, debajo de tal viso encontramos inteligencia, sensibilidad y arrestos. Lo
mismo incurre en clichés que en descubrimientos luminosísimos. Para bien y para
mal, tal es la cualidad solar de su figura que a veces nos deslumbra sin
dejarnos asomar a la precisión de sus bondades. Tan solar en todos sus aspectos
que lleva cada uno de éstos hasta el umbral de sus posibilidades: la
sombra, la luz, la sensualidad, el silencio, la plasticidad, el amor y la tragedia. Habrá
que identificar las veces en que lo superlativo de su obra se asocia con una
falta de gradaciones y, al contrario, cuando estos excesos exprimen la más alta
dosis de emoción.
La Tierra del
Fuego se apaga es una de esas películas donde las soluciones formales
de Fernández se exponen con mejor propósito. Desconozco los motivos que
llevaron al director mexicano y a algunos de sus cómplices a filmar en el polo
meridional de la Argentina, lo que es un hecho es que ello permitió airear la
creatividad de un cineasta asediado por la repetición de sus motivos. Se trata
de una película hierática sin ser solemne, contenida sin perder en expresividad;
es decir, justa en sus formas. La razón descansa, según alcanzo a ver, en cómo la
pasión humana se manifiesta a través del paisaje. A diferencia de un Roberto
Gavaldón, que tiende a desnudar el interior de los seres a la vista de todos,
Fernández deja un fuero a los suyos, mantiene una barrera entre la cámara y las
emociones, pero cada objeto, cada nube y cada árbol anuncian los tormentos que
viven sus hombres y mujeres. En el caso de La Tierra del Fuego se apaga el
paisaje es vasto y las personas pocas. Es una situación muy desigual donde a
cada corazón le corresponde la ocupación de un territorio inmenso. Malambo (un Erno
Crisa eastwoodiano antes de Eastwood) es un hombre serio, íntegro y de ceño refunfuñón
que vive para sí y para nadie más. Cuando conoce a Alba (Ana María Lynch), una
mujer que trabaja en un prostíbulo de mala muerte, en lo que parece la única
concurrencia de tan llano pueblo, algo cambia: su mundo adquirirá un parámetro,
un tiempo y una conciencia de la demarcación del espacio. El hecho de que Alba
esté próxima a partir, huyendo de una malicia orquestada, y que después de que
Malambo la ayude se enamoren profundamente, plantea todos los ingredientes para
constituir una situación dramática en todo el sentido de la palabra: pone fecha
de caducidad al idilio amoroso (que si fuera duradero no sería tal).
«El tiempo pasa rápido. Yo no me
había dado cuenta de eso hasta que llegaste vos», le murmulla Magambo a Alba.
Claro, ¿cómo se mide el tiempo cuando no hay referencias con las que cotejar la existencia propia? En La Tierra del
Fuego se apaga la medida del tiempo es el otro. ¿Qué pasará al final,
cuando ella tome el barco y se vaya? Lo que parecía fuera del tiempo y del
espacio se ubica, se fija, y dibuja con nitidez el contorno de la geografía y
el paso de los días y las noches. Todo es largo y cansino sin Alba, o por lo
menos así imaginamos la experiencia de Magambo una vez que ella no esté. Su
situación en el final es la misma que al inicio, con la diferencia de que en el camino ha sido atravesado
por el amor. Ahora bien, si digo que es una instancia que eleva la estética de
Fernández es porque los elementos físicos y emocionales se funden con gran
correspondencia, no hay acartonamiento ni diferencia de pesos; la pasión
embriagadora y desaforada encuentra su realización en el horizonte del paisaje,
encuadrado por ese juego de planos y escalas que tanto gustaba a Figueroa. La
trama, mínima, se dilata sin descansar; gobierna la agitación
que los contraluces afilan y la puesta en escena suministra: la pareja de
personajes constantemente se da la espalda, como si no hablaran entre sí a
través de la palabra sino a través del mundo físico que habla en su nombre. Son
las condiciones limitadas las que engrandecen y abisman el deseo mutuo.
Los diálogos son pocos y
precisos, al inicio hay un narrador que después desaparece, pero que introduce
con gran economía las características de la historia que después será mucho más
silenciosa. La preponderancia del paisaje acalla las voces de los amantes,
dirige sus gestos, el tono de sus emociones, y exterioriza los sentimientos en
el plano físico. Si no es la película más equilibrada de Fernández, por lo
menos es la más compacta y delicada, también la más abstracta y neutra, en que
la «mexicanidad», que le reportó momentos menesterosos durante su trayectoria, no obstruye aquí el
desarrollo de una película directa, frontal y apasionada, repleta de una retórica anclada a lo material, lo que
constata un dominio exhaustivo del oficio del cine. Con el negativo
de la película encontrado hace no mucho en muy buenas condiciones, después de largas décadas perdido,
esperamos que pronto se vea en las mejores condiciones y encuentre el
sitio que merece en la ya de por sí formidable obra de Fernández, una de las
muestras implacables de los alcances que llegó a tener lo que muy someramente
podemos convenir en llamar cine mexicano.