Inicialmente,
este ensayo fue comisionado para formar parte de un libro que sería publicado
en conmemoración del décimo aniversario del Festival Internacional de Cine UNAM
(FICUNAM) en 2020. Por razones que desconozco la publicación nunca tuvo lugar,
así que me permito reproducirlo aquí aun con todos sus desperfectos, propios
del paso de los años.
1. En algún lugar recóndito de la
ciudad de Zúrich, desde hace más de treinta años, un grupo de fervientes
lectores de la obra de James Joyce se reúne una vez por semana para estudiar metódicamente
su último libro, Finnegans
Wake. Palabra a palabra, con diccionarios, fotocopias,
manuales y notas en mano, van esgrimiendo los múltiples sentidos que arroja el
texto hasta agotar el idioma en que fue escrito, como si en la insistencia y el
trabajo prolongado emergiera el placer del descubrimiento. Entre sus
instrumentos elementales sobresalen las ediciones del libro con sus páginas
amarillentas y frágiles, casi al borde del desvanecimiento. En su interior,
frases subrayadas, glosas y todo tipo de marginalia. Hay en todo este lenguaje
secreto una materialización del tiempo de lectura que deriva en la proliferación
de versiones de la novela dentro de la propia novela, rutas que en su
ciframiento elaboran un relato ausente que busca, antes que respuestas
disparatadas, la precisión tanto de los enigmas como de su eventual transmisión.
¿Qué tanto, en su intento por profundizar en la obra, se alejan cada vez más de
ella? ¿A qué se acercan? Al leerla ¿la corrigen, la reescriben?
¿Qué correspondencia se establece entre las personas y el texto? Posiblemente
en la aventura por apoderarse del significado de la obra, fue la obra la que se
apoderó de ellos y les impuso una lógica particular, llevándolos a un momento
límite de indistinción entre los elementos del libro y los suyos. No se me
ocurren otras formas de explicar su constante labor de investigación salvo por
esa especie de pacto ficcional. Es ciertamente una
práctica anacrónica esta de una comunidad de exegetas que giran conjuntamente en
torno a un punto hermético; aunque es curioso, por contraste, que fuera
precisamente Finnegans Wake el primer libro que se compró por Amazon,
una de las empresas de ventas por Internet más sintomáticas de la dispersión y la
fragmentación que guían en gran parte el ethos de la época actual. «Me
he sentado aquí desde 1988», profiere uno de los integrantes de mayor edad,
orgulloso de compartir con los demás, y por tanto tiempo, un sitio de ideas
pensado por fuera de toda relación de consumo. ¿Cuáles son las fuerzas de orden
que impulsan este encuentro? Es loable, sobre todo, que en su quehacer persigan
consagrar la lectura con el mismo estatus del que goza la escritura, aunque esta
exigencia no sea un objetivo explícito sino la consecuencia del deseo que
prodigan.
Hay que
decir, para quienes no lo han adivinado ya, que todo el campo social descrito hasta
aquí pertenece al documental La sociedad joyceana (2013), de la cineasta
española Dora García. Todo su registro, salvo algunas añadiduras, está
consagrado al fascinante momento de discusión e intercambio literario entre los
integrantes del colectivo, dejándonos con la tarea de imaginar cómo estas
personas actúan fuera de la sala de reunión, cómo incorporan sus lecturas a la
vida ordinaria, del mismo modo que dicha vida
transpira entre las páginas. El final de la película no podía ser de otra
manera: el sonido de las campanas en la lejanía se superpone con las imágenes
de los felices hermeneutas, dando a la lectura una designación religiosa, como
el plano de Pickpocket (1959) donde Robert Bresson acompaña con música
sacra el entrenamiento de los carteristas que ejercitan la habilidad de sus
manos y sus gestos, haciendo de un simple hecho mundano el más apacible acto de
fe.
2. Es conocida la idea de que,
bajo la superficie de las cosas, se esconde una última capa de realidad inaccesible.
Cada mediador, cada objeto, resulta un impedimento para acercarse a esta verdad
absoluta. ¿Podemos suponer, en este paradigma, que los libros y las películas
son una especie de ilusiones que nos alejan de lo real? Este postulado se
replica cuando señalamos que una persona abandona la vida para encerrarse a ver
películas y leer libros. ¿Hacia dónde se escapa todo el tiempo que pasamos
viendo películas? ¿Es una pausa? Y más allá, ¿dónde acaba y dónde empieza una
película? ¿Cuáles son sus orillas?
Vamos a tratar
de ponernos en otra lógica: diremos que, cuantos más filtros haya, cuantos más
mediadores, mayor será la realidad. Es una idea milagrosa del estudioso de la
ciencia Bruno Latour. Es decir, que entre un mapa y el territorio no hay uno
más real que otro, ambos son parte de una cadena de transformaciones que se
inscribe en distintos estadios. De otra forma, podríamos argüir, ¿para qué
hubiera Dios creado el Universo? La vida nunca es sólo vida, es vida en la
inmanencia de sus medios, a través de ellos. En esos parámetros, cuando un espectador
contempla una película obtiene algo de ella, pero la película también obtiene
algo de esa mirada: crece ontológicamente. Cuando uno examina un libro y lo
subraya, como los lectores de la sociedad joyceana, lo está transformando; al
leer un diario, supongamos, una entrada de un diario cada día, el diario
termina por ser también el propio. Pero no se detiene en los objetos artísticos:
las palabras, las sombras, las conversaciones, los pensamientos, los insectos y
el silencio, son todos susceptibles de interaccionar entre sí y ensanchar los
cauces en el relieve de la vida. El origen de esta perspectiva tiene que ver
con releer las disputas que ha tenido la filosofía a lo largo de la historia
respecto a cómo se relaciona el sujeto con el objeto, ya no cargando el peso en
uno u otro (es decir, en la conciencia o en la cosa-en-sí), sino en todo lo que
se encuentra en medio, y buscar disolver un binomio que, además, desestima las
facultades de los objetos para poner la vida en acción y da preferencia al
sujeto como referencia primera. El cine sería entonces, por su densidad, una
forma profunda de turbar el mundo. Por eso es difícil pensar que las películas
sustituyen la experiencia, más bien son uno de los tantos modos de escindirla y
cultivarla, o como bien precisa el poeta Roberto Juarroz: «La realidad está
donde queremos que esté, donde somos capaces de engendrar una forma», y
continúa: «La realidad sólo se descubre inventándola».
3. En la apertura de Céline et Julie vont en bateau, película
de 1974 realizada por el francés Jacques Rivette, una mujer lee un libro de
magia en una banca a medio parque. Hace los conjuros y gira la mirada fuera de
la página esperando que tomen forma. Incluso juega con sus anteojos tratando de
provocar lo que ve. Inesperadamente pasa otra mujer apresurada que deja caer
una tela y, en clara alusión al relato de Alicia
en el país de las maravillas, la primera mujer toma la prenda y persigue lo
que parece una señal del destino forjada por sus hechizos. Estamos ante un
particular modelo de lectura: la que se ve interrumpida por la vida y desborda
su ficción sobre el espacio tridimensional. En este caso, el libro no sólo se
lee, también escribe; incide directamente en las reglas que rigen el
espacio-tiempo como una obra en plena expansión. Desde luego, es bajo la
singularidad del cine que Rivette, como hace siempre, encanta el mundo que
irrumpe en sus películas y lo llena de hilos secretos que desestabilizan por
completo el orden habitual de los elementos y sus propiedades. Sin embargo, es
posible traspapelar esta poética a los papeles de la vida ordinaria, rozar
el límite entre el cine y la vida, del mismo modo que la luz no deja de ser tal
cuando se refracta en un espejo ni cuando atraviesa el agua que reposa en un
vaso.
Los que
ostentan el poder suelen difundir la tajante división entre cine y vida impidiendo
el acceso a un modo de entender el cine como fuente de pensamiento y de
realidad. Qué provocador es especular que las películas son fenómenos
naturales, como piedras con una rica vitalidad interior a las cuales se puede
amar contemplando sus texturas y los sonidos que emiten al golpear en un
estanque. Raúl Ruiz, cineasta chileno que creía en la vida propia de los
objetos (¿qué cineasta podría rechazarlo?), escribió una fórmula fascinante
para destronar las voces que ponen al cine en un lugar alejado de la realidad y
que a menudo lo disfrazan como una ilusión que nos persuade a la negación, pero
también a quien cree que unos ven cine y otros, con categoría, lo estudian: «No
olvidemos que vivir una obra de arte no consiste sólo en estar fascinado por
ella, en enamorarse de ella, sino también en comprender el proceso del
enamorarse», y lo sintetiza en una ecuación concisa: «Amar te hace
inteligente». «Amar te hace inteligente», ¡vaya respiro! Y al fondo de este
postulado hay una inercia: indagar, compartir, escribir, escuchar, leer, reflexionar,
discutir, intercambiar, relatar, sugerir y prestar son modos amorosos de participar
en el intercambio con el mundo, dejando a un lado la idea del espectador que
mira —sin influencias ni preceptos— una película que no tiene más aristas que
la luz de la imagen, como si todas estas afectaciones le retiraran su aura,
cuando son en verdad las que la constituyen. ¿Con qué seguridad podemos afirmar
que no son las películas las que nos miran a nosotros?
4. En muchas tradiciones, a lo
extenso e indeterminado le es adjudicado el sentido último de lo divino, pero
en otras, esta vastedad más bien dicta una condena. ¿Dónde se pierde uno con
mayor facilidad: en la amplitud del desierto o en lo intrincado de un
laberinto? Seguramente estas decisiones conceptuales han tenido gran peso en la
historia de la catalogación —una profesión muy antigua—, que no puede soslayar
la discusión entre el límite y lo ilimitado, lo uno y lo múltiple. Si uno
piensa en el gran bibliotecario del cine, Henri Langlois, a quien debemos,
entre otras cosas, la conservación de una cantidad importante de películas que
rescató desinteresadamente a través de la Cinemateca francesa, llama la
atención su axioma de aceptar cualquier película sin el imperativo de la
selección. Su decisión estaba signada en una metafísica muy particular: «Sólo
el tiempo debe decidir», pues es difícil confiar al presente la protestad del
criterio, aunque lo sugestivo es la generosa colaboración que Langlois asumió
con la dimensión temporal, incluso sin comprenderla del todo.
Organizar, numerar,
archivar son actividades ineludibles que luchan contra el influjo de la vida y
a su vez —esto es lo fascinante— la desencadenan. Claramente las cosas no están
sólo ahí esperando ser clasificadas, más bien clasificarlas es un modo de
hacerlas hablar, ponerlas en relación, separarlas, distinguirlas, crear
asociaciones y diferencias. Por más que nos acostumbremos a ciertas categorías,
las posibilidades de reordenarlas son infinitas, aunque eso supone muchas veces
luchar, por un lado, contra las posturas oficiales, y por el otro, contra el
escepticismo desperdigado. Diremos entonces que, si normalmente las taxonomías
apuntan a encerrar los elementos en dominios, no hay que desestimar que toda nomenclatura
posibilita el crecimiento de las formas, esto es, que sus bordes se abismen.
Como escribe Edmond Jabès: «Una puerta como un libro. / Abierta, cerrada. /
Pasas y lees. / Tú pasas. Ella permanece». Naturalmente, las clasificaciones
que descubren formas no detectadas con anterioridad son aquellas con plena conciencia
de su inabarcabilidad. La nota más alta de las categorizaciones, en esa línea,
son los intersticios que produce: el pensamiento inexpresado, «como si lo velado
fuera el verdadero florecer» (Inger Christensen). Y el misterio no queda fuera de
un orden clasificatorio sino acompañándolo, perdurando como una nota al pie.
5. En la vida no hay finales; en el cine sí. No
obstante, al estar frente a una película la sensación de final se olvida. Si el
cine y la vida son lo mismo, ¿por qué separarlos? El poeta W. H. Auden solía
decir que un libro tiene que ser antagónico al lugar en que se lo lee, y si
bien no estoy necesariamente de acuerdo, las consecuencias de este adagio son
interesantes, sobre todo si nos detenemos en la condición de desfase. Esto
quiere decir que, aunque lo que vemos en pantalla es parte de la realidad, hay
una distancia con la realidad inmediata desde la que observamos la película. En
algunas perspectivas, esta distancia, pensada como representación, es la
evidencia del artilugio cinematográfico. Pero no olvidemos que un artilugio,
del mismo modo que la ficción, no implica necesariamente una falta de realidad.
Como señalé anteriormente, aquello que agrega el cine a la realidad, por ejemplo,
al filmar el cielo, no es falsedad sino justamente mayor realidad. De modo que
el cielo fuera de la pantalla, cuando es registrado, aumenta, transformándose
en algo más sin diluirse por completo. Si después decidimos escribir algunas
palabras sobre el cielo de esa película (que bien podría ser una de Raymonde
Carasco, John Ford o Yasujirō Ozu), estaremos llevando aún más lejos las
posibilidades de ese cielo y, en vez de limitarlo, le daremos más derroteros
por los que circular. Esto significa que la vida está en crecimiento y el mundo
en movimiento. Se puede ver con claridad con las leyes de la termodinámica, las
cuales muestran que toda transformación energética —física, social, estética—
produce necesariamente entropía, esto es, que nada sucede dos veces de la misma
forma. Lo que el cine reproduce jamás será una réplica exacta de lo que
registró en el momento en que lo registró, habrá un proceso de transmutación, y,
aun así, conservará algo de aquel registro, acaso su misterio. Estamos ante una
serie de paradojas: el cine registra lo que desaparece, pero nos presenta
siempre el proceso de desaparición, y ese proceso, por si hace falta
enfatizarlo, existe, se trasfiere (o como nos recuerda Clarice Lispector: «Escribir
es acordarse de lo que nunca pasó»). Diremos, para finalizar, que lo que salva
la unión entre el cine y la realidad es precisamente aquello que los distancia,
como la luz diferida de una estrella.