Un prince, Pierre Creton, 2023
Un prince, Pierre Creton, 2023
Jacques Becker siempre colocó a sus personajes en situaciones de tránsito, a mitad de una acción o desaliñados. Suele vérselos en un movimiento sostenido, buscando enmendar su circunstancia y dando de tumbos en un camino lleno de cortapisas. Su actitud ante tales obstáculos va de la ingenuidad a la incomodidad: a tientas, acechantes o en recta huida. Piénsese en Édouard, un hombre humilde aunque talentoso en medio de una ridícula ceremonia aristocrática en Édouard et Caroline (1951); o bien en Françoise, personaje de Rue de l'Estrapade (1953), quien tras el engaño de su marido se muda en solitario a una habitación en un suburbio de poca monta donde congenia con extraños vecinos; también se puede evocar a Marie de Casque d’or (1952), centro de un fuego cruzado; y, por supuesto, al hombre refinado que va a dar a la prisión en Le trou (1960). En tales lienzos se dan cita, en un mismo tiempo y lugar, personas de todas clases sociales, rangos, oficios y jerarquías. Es lo que hace de Becker uno de los cineastas más radicales, más políticos si se quiere, toda vez que jamás persigue estos propósitos —o por lo menos no expresamente—.
Becker es un observador de los gestos, la vergüenza, el desconocimiento y la impropiedad que siente un hombre o una mujer cuando está acorralado en un sitio ajeno. Por eso el punto de vista es vital: al atarse a lo propio, automáticamente lo extraño se pone en perspectiva. Siempre es un alguien —normalmente una mujer— el que nos conduce a campo traviesa y nos deja percibir con su sensibilidad, en general inadecuada para el entorno, los residuos de la batalla. Así sucede en Rue de l'Estrapade con Anne Vernon, de la que es difícil desenamorarse por su diligencia y sencillez, por cómo nos guía con su inocencia hacia un nuevo mundo a través de situaciones inhóspitas y agresivas. Por cómo nos desprejuicia. Es una película bizarra, llena de situaciones inconexas, personajes fuera de lugar, pero unidos todos por la mirada de Anne que con su franqueza los deja al desnudo.
Esta posición desorbitada va acompañada de personajes claustrofóbicos y titubeantes que buscan la salida una y otra vez de forma desesperada —a veces sin saber de qué huyen—; y aunque existe, la salida no está a su alcance. Así descrito, Le trou es la concreción absoluta de los temas beckerianos: el escape se explicita, la salida es física, está allí. Pero la prisión existe también en el resto de sus películas aun si en ellas no hay barrotes sino campo abierto. La prisión, los umbrales y las fronteras son eso que delinea el más allá que los personajes contemplan pero al que no pueden ir. Ya Hasumi Shigehiko apuntó que en Becker el tema está siempre encarnado en las puertas difíciles de abrir y traspasar, y en las ventanas desde las que se mira el horror, como ocurre al final de Casque d’or en que la mujer mira a su enamorado morir en la horca desde una habitación de hotel que rentó expresamente con ese objetivo… como si mirar le diera la esperanza de ir, salvarlo y detener lo irreversible.
Este momento de la ventana es una escena espejo de otra fugaz pero imprescindible que tiene lugar en Le trou. Yo no dejo de pensarla y cada vez me convenzo de que toda la película está consagrada a ese instante en que dos hombres, tras una tarea exhaustiva y una estrategia planeada y ejecutada minuciosamente —a lo largo de varios meses— entre un grupo de prisioneros que buscan escapar del encierro, alcanzan la alcantarilla por la que habrán de salir. La alzan para verificar que todo marche bien y Becker nos regala un plano magnífico de la calle vista desde la alcantarilla. Los elementos son comunes: un auto, los faroles, el bullicio… pero los presenciamos mediante los ojos prístinos de los dos prisioneros que hace mucho no tenían contacto con la vida corriente. La sensación de libertad y pureza, de aire, tras toda la película enmarcada en espacios interiores, es alentadora. Los prisioneros dudan momentáneamente entre irse de una buena vez o regresar por sus compañeros, como lo habían prometido. Finalmente vuelven y todo el plan se arruina por una traición. La breve oportunidad en que contemplaron la libertad a través de la alcantarilla cobra mayor relevancia: estuvieron tan cerca de un sino liberador. Siempre queda en Becker el sabor de que las cosas pudieron ser distintas: vislumbramos proyectado de forma cristalina ese anhelo para después verlo derrumbarse frente a nuestros ojos. En la última parte de Édouard et Caroline, por ejemplo, Becker hace un paneo hacia la ventana del apartamento —a la que antes no le había prestado atención— para que la amargura de una oportunidad perdida tenga mayor impresión. Y en Touchez pas au grisbi (1954) sentimos el frescor de un alba límpida que se sigue de una noche subyugante. En Becker no existe ese abismo, el placer o el terror del espacio abierto, sin toda la construcción opresiva que lo antecede. ¿Hay acaso algo tan oscuro y tan claro a un tiempo, igual que el paulatino paso de la noche al día, como las hermosas películas de Jacques Becker?
Son nom de Venise dans Calcutta désert, Marguerite Duras, 1976
Cuando se ve una película de Marguerite Duras, bien vale la pena aquilatarla como a un libro: su escritura y sus descripciones, sus trazos de tinta, los canales que se forman entre las palabras para airearlas y la página en blanco o, mejor, la página amarillenta a causa del tiempo. Porque si de unos siglos para acá la lectura es solitaria, el cine de Duras también lo es: esa soledad compartida que el cine permite. Y como un libro, nos enfrentamos a sus películas con intimidad, la cualidad nocturna de estar solo y embriagado por un río que mece su corriente tallando las piedras, iluminando con su reflejo la noche como vocero de la luna en la tierra. A pesar de ese cosmos inmenso, de ese mundo desesperantemente lejano, uno siente que se le dirige, que te susurra al oído y te atrae a penetrar en el sosiego de su ritmo.
Cuando filma, Marguerite Duras escribe sobre una hoja de papel oscura, negrísima, tanto como escribir en el firmamento. No siempre es una metáfora. Véanse sin más los largos bloques de L'Homme atlantique (1981) donde escuchamos las voces al son de una imagen umbrosa. Lo dicho, no obstante, dibuja una situación, un sentimiento, acrisola un paisaje. La disposición que requiere un espectador, diferente de la que requiere un lector, se entremezclan en sus películas, a veces nos piden imaginación y otras adherencia a lo que muestran. Pero lo más sorprendente es la inteligencia de Duras para incurrir en rupturas ante su propio sistema: cada tanto aparece una imagen, concentrada y densa, saturada como pintura líquida que después se diluye en agua, en la falta de imagen, pero que lejos de disiparse, como en el lastimero cine contemplativo contemporáneo que abandona la realidad a su suerte, somete la ausencia a un centro de gravedad, a una presencia. Es decir, la negrura no es sólo tal, es parte de la imagen que la antecede, está atada a ésta, es su muerte y su renacimiento, como una palabra que es ella y el espacio blanco que le sigue. Y así surge su gran tema: el deseo. Deseo del otro y de lo otro, de ser lo que no se es, pero también de ser con eso que no se es. Casi diríamos anhelo.
El gran descubrimiento de Duras es que el deseo se hilvana en la distancia. Los elementos de sus películas se desgranan y se alejan entre ellos: la palabra de la imagen, la presencia de la ausencia, el presente del pasado, el sol del océano, un amante del otro. Paradójicamente, la distancia los estrecha: entre menos vemos a alguien, más intensa es su huella, y entre menos se rocen los cuerpos, más fervorosa es la danza que se ofrendan. Es un uso antitético de la naturaleza fílmica: cómo hacer que la imagen apague su flama, que se olvide de lo que muestra y levante un puente entre el aquí y el allá. Son nom de Venise dans Calcutta désert es el pulimiento de estas nociones, pues apenas con un atisbo de la figura humana y casi todo su tiempo desplegado entre los muros en ruinas que antes, en su vivacidad, fueron el escenario de India Song (1975), mientras se escucha además la banda sonora de ésta, testimonia un mundo exahusto, antes placiego, que avanza en su desvalimiento; esto es: en su progresiva destrucción.
Duras
no sólo habla de un árbol a través de sus frutos caídos, sino que tiende el
hilo invisible que engarza éstos y aquél, a saber: el tiempo. ¿Qué hay más
cercano a este transito entre elementos distantes que la escritura? Esa
distancia, para la que mostrar es un verbo limitado por pétreo; esa
latencia es el denuedo del cine durasiano aun si discurre con la afabilidad de
un oleaje suave. De las cosas más placenteras como espectador de sus películas,
es que te somete a un compás, te obliga a adecuarte, a ralentizarte y nadar en
sus aguas. El deseo es un sosiego que medra en pequeñas dosis, sin necesidad de
la marea alta. Es por eso vital el tiempo que no es sino distancia: dos
magnitudes que progresan e insisten hasta lo más hondo del corazón y que manifiestan lo esto en lo aquéllo.
Recuerdo con imprecisión una idea de L'Homme atlantique que me pareció sustantiva para describir el funcionamiento del cine de Duras. Un verso que afirmaba cómo la mirada aprisiona las cosas que ve, cómo los objetos y el espacio se comprimen dentro de esos límites. Y, claro, si uno rememora los planos sin figuras humanas de Son nom de Venise dans Calcutta désert, su realidad aparentemente desatendida, comprende que tiene frente a sí una presencia regia, que hay una mirada más carnal que cualquier cuerpo frente a la cámara, a un tiempo deseante y agónica, pues el deseo es compañero de la muerte, confines ambos de las pasiones humanas.
Siempre, desde el inicio de mi cinefilia, tuve predilección por el cine que destierra del centro a las personas. Quizá por el enigma que significa ese ser ausente, ese testigo retraído. Las más de las veces hubo decepción, pues la falta de figurantes y de piel se traducía en una falta de ideas y de sensibilidad. Adoro, en cambio, el momento de Une partie de campagne (1936) donde Jean Renoir abandona el focejeo del hombre sobre la mujer que culmina en un beso, y el plano da paso al viento, a los árboles, al río, a las nubes y finalmente a la lluvia. Es un instante glorioso, que extiende la sensación agridulce de la pareja hacia la apertura del paisaje; se distancia de ellos para acrecentar su encuentro furtivo. Otros más han trabajado con procedimientos similares: Michelangelo Antonioni, Andréi Tarkovski, Rita Azevedo, ni qué decir de Michael Snow. Pero la versión más refinada es la de Duras, precisamente porque aleja a los amantes entre sí, los reduce a sombras. Allí, como cuando se lee un libro, la distancia entre lo que es y lo que fue, lo visible y lo tácito, colma de furor y enigma nuestro pecho, es acaso la muestra del cine como un océano que a un tiempo nos acerca a los demás y nos separa de ellos.
La noche avanza, Roberto Gavaldón, 1950
Una imagen que es toda ella sentimiento. Un rostro desdichado y quebrantado en primer plano. Una mirada que trata de fugarse de los ojos lacrimosos que la imantan. Un farol de plateadas luces que ahuyentan la noche en que la mujer, avergonzada, pretendía esconderse. Todos clavan su atención en Lucrecia (la evanescente Eva Martino) después de que el engreído Marcos Arizmendi (no el mejor Pedro Armendáriz) la abandona en el coche para irse con su amante. Este instante de La noche avanza, aparentemente secundario, en que la cámara desatiende la acción principal para quedarse con ella en su soledad, es muestra del talento que tenía Roberto Gavaldón para filmar, como pocos, el sentimiento de vergüenza. Los momentos en que el alma de un alguien queda al desnudo y vemos su rictus acaparar e inundar el campo visible hasta transformarlo en un trasunto lírico, casi una abstracción plástica repleta de claroscuros, es el punto de convergencia de todos los personajes gavaldonianos. Buenos o malos, al perseguir sus ambiciones caen presa de la ignominia: el hombre estafado, el amenazado y el descubierto; la mujer humillada, la engañada y la burlada. Si tan bien caracterizó Gavaldón el espacio urbano que ganaba importancia a mitad del siglo pasado con la creciente inmigración proveniente del campo, es porque supo verlo en los ojos de sus habitantes desdichados y embrollados en las reglas de un juego perverso.
Gavaldón es el cineasta de los espejos, los dobles y las máscaras, pero eso no tendría efecto sin la otra mitad: cuando los espejos calan en quienes ven su propio reflejo, cuando el suplantador cae en su propia trampa y cuando la máscara calza con tal exactitud en el rostro de quien la porta que la una y el otro se confunden. Así es también el blanco y negro de sus imágenes noir, más que un capricho visual una extensión de la realidad dialéctica y en conflicto que acecha cada dimensión —la íntima y la externa— de las películas del director mexicano. Si el Indio Fernández fue un paisajista y Julio Bracho un intimista, Gavaldón fue quien mejor entrelazó ambos polos a través de dar un semblante físico a la intensidad interior de sus personajes. Siempre dilató los momentos en que éstos pierden la compostura, exponiéndolos además frente a testigos para acrecentar su hondo pudor; los avergonzados no saben adónde escabullirse y su desesperación se posterga hasta volverse, con el paso del relato, en amargura. Es verdad que el acto de exhibirlos en sus flaquezas, como animales malheridos y a expensas de una multitud de miradas ajenas, parece de una crueldad injustificable, pero es más bien la base dramática que refleja un mundo mucho más complejo: la ciudad, sitio por excelencia del anonimato en que la vergüenza no es sino una sublimación de la división entre ganadores y perdedores.
Piénsese
en la saturnina Pina Pellicer, la mejor actriz gavaldoniana por su forma de absorber y
contener en apenas un movimiento de cejas el influjo de toda la falsedad
construida que al final cae por su propio peso. No hay ejemplar más determinante que ver
a Luisa en Días de otoño (1963) corriendo con su vestido de novia entre
las calles y las risas de propios y extraños después de un casamiento
frustrado. Esta secuencia concluye con ella frente a un espejo en movimiento
que desnuda el frágil pacto en que se sostenían todas sus fabulaciones. Los
mismos personajes que primero nos causaron compasión, también pueden provocarnos dudas o
desconfianza. Esta ambigüedad, ese espíritu recóndito multiplicado y
contenido en una mirada, a veces a lo largo de toda una película o en instantes
tan efímeros como el de Lucrecia en La noche avanza, ahí donde por amor una
mujer sigue ciegamente a su enamorado para después, cuando cae el velo, quedarse
a la intemperie, sólo puede desembocar en tragedia. No hay imagen más
gavaldoniana que la de una criatura solitaria entre las calles abarrotadas por la muchedumbre de una gran ciudad nocturna. No hay soledad más catastrófica que la
de estar ante el espejo hecho pedazos. La vergüenza es, pues, un naufragio a la vista de todos.
Una tarde cualquiera, mientras leía el periódico, me encontré con una entrevista a Julio Llamazares donde él respondía lo siguiente: «Todos tenemos una vida pública, una privada y una secreta». Lo dijo para después ubicar su quehacer literario en el magisterio del secretismo, ahí donde la relevancia de lo escrito no reside en que ello se publique o se comparta, sino en el conocimiento obtenido de una labor minuciosa de prueba y error, personal e íntima en principio. Siempre he admirado esa forma de proceder, en la escritura, en el arte en general, casi diría que en todos los renglones de la vida, pero muy particularmente, y porque ése es el río que aquí navegamos, en la crítica de cine.
En tanto que hay una mayoría de críticos que abandonarían el oficio si no tuvieran un rédito en su recepción, entiéndase un lector, los que nos han hechizado una y otra vez con sus observaciones suelen conducirse con la certeza de que hay un núcleo previo, mucho más vital, que antecede e incluso crea su propio y ulterior lector. Miguel Marías, uno de los más afines con esta segunda consideración, aun si sus ideas han encontrado eco por doquier, escribió alguna vez en la desaparecida revista Nickel Odeon que, en la crítica, «la divulgación no es sino un accidente de una actividad que es, en realidad, no ya privada, sino hasta confidencial, incluso en aquellos casos en que la difusión es el fin que la justifica».
La forma más precisa de una película, donde ella es realmente ella y nada más, es cuando no ha sido mostrada ni advertida por nadie. Es un estadio imposible porque la simple mirada de sus responsables durante el proceso creador es suficiente para que que la película pierda sus valores prístinos. De hecho, muy en mis adentros tengo la convicción completamente opuesta: entre más mediaciones, entre más miradas refractadas, mayor es la realidad de que goza una película (si creyera lo contrario abandonaría el oficio de escribir sobre cine). No obstante, llevemos el juego hipotético hasta el final para ponderar las conclusiones a las que nos arrastra. Una película se juzga sin sus penas ni fortunas, como intocada por el ruido que suele emborronarla. Es buen apotegma la descripción que Clarice Lispector dedica a los espejos, y donde nos propone a los lectores mirar un espejo y no su reflejo: «Quien mira un espejo y, al mismo tiempo, consigue ausentarse de sí mismo, quien consigue verlo sin verse, quien entiende que su profundidad es ése su ser vacío, quien se encamina hacia dentro de su espacio transparente sin dejar en él el vestigio de su propia imagen, percibe entonces su misterio». ¿No es eso a lo que aspiramos también? ¿No es ésa la voluntad de todo el que se enfrenta a una película, es decir, a mirar y no a mirarse (por lo menos no en un principio)?
El oficio de la crítica se debe a la misma cualidad hermética e inconfesa, a la búsqueda desinteresada, ni por asomo contaminada por banalidades del tipo «¿para quién escribe el crítico?», «¿debe cambiar su estilo según el formato y el medio en el que publica?», y otras preguntas que marcan la pauta de los cursos sobre la materia. El estilo es inviolable, emerge desde dentro y no está condicionado ni determinado por las contingencias. Claro que el crítico, como todo ser, recoge influencias en sus lecturas del entorno, pero me refiero a que del procesamiento y el cultivo de tales reflexiones, de su choque con las palabras y su puesta en página nacen las cosas por decir, no en la complacencia de las expectativas de vaya a saber qué público o qué coyuntura. El estilo evoluciona, texto a texto, es un ramillete de continuidades y nudos. Por el contrario, lo que no es el estilo ni, dicho sea de paso, la crítica, es la miríada de acumulaciones, de notas que se reinician cada vez, que no retoman ningún hilo y acaso sólo informan, cuando no se denigran dando cuenta de la digestión que un digestor digirió de una película.
Jean-Claude
Guiguet, según contó Biette, llenaba cuadernos enteros con notas sobre
las películas que veía sin afán alguno de publicarlas. Estaban escritas para sí mismo, para prolongar y
profundizar su experiencia y conocimiento sobre el cine y por ende sobre el
mundo. No en vano, mucho tiempo después y recuperadas al cabo de los años,
aquellas notas fueron a parar en el libro que Guiguet hermosamente tituló Lueur
secrète, algo así como «resplandor secreto». Los escritos de Guiguet son
formidables, pero lo es también el candor con que los elaboró. Imagino a un
joven tomando apuntes en la oscuridad de la sala para después confeccionarlos
en su alcoba, y reparo con gusto en la intimidad que le confirió a su
actividad. ¿Quiero decir con todo esto que el público no cuenta? Faltaba menos…
Tan sólo que los lectores llegan después del trabajo y no antes, lo reconocen, se
adhieren y, pacientemente (algo que ya nadie tiene), se conforman como una comunidad,
mínima o multitudinaria pero sustancial, que se fortalece a cada paso. Siempre
preferiré a los críticos que hacen del oficio parte de su vida más recóndita y
saben que la naturaleza de la crítica es el secreto, acaso su lenguaje más
propio, pues sólo en éste el cine es espejo y no reflejo.
Inicialmente, este ensayo fue comisionado para formar parte de un libro que sería publicado en conmemoración del décimo aniversario del Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM) en 2020. Por razones que desconozco la publicación nunca tuvo lugar, así que me permito reproducirlo aquí aun con todos sus desperfectos, propios del paso de los años.
1. En algún lugar recóndito de la ciudad de Zúrich, desde hace más de treinta años, un grupo de fervientes lectores de la obra de James Joyce se reúne una vez por semana para estudiar metódicamente su último libro, Finnegans Wake. Palabra a palabra, con diccionarios, fotocopias, manuales y notas en mano, van esgrimiendo los múltiples sentidos que arroja el texto hasta agotar el idioma en que fue escrito, como si en la insistencia y el trabajo prolongado emergiera el placer del descubrimiento. Entre sus instrumentos elementales sobresalen las ediciones del libro con sus páginas amarillentas y frágiles, casi al borde del desvanecimiento. En su interior, frases subrayadas, glosas y todo tipo de marginalia. Hay en todo este lenguaje secreto una materialización del tiempo de lectura que deriva en la proliferación de versiones de la novela dentro de la propia novela, rutas que en su ciframiento elaboran un relato ausente que busca, antes que respuestas disparatadas, la precisión tanto de los enigmas como de su eventual transmisión. ¿Qué tanto, en su intento por profundizar en la obra, se alejan cada vez más de ella? ¿A qué se acercan? Al leerla ¿la corrigen, la reescriben? ¿Qué correspondencia se establece entre las personas y el texto? Posiblemente en la aventura por apoderarse del significado de la obra, fue la obra la que se apoderó de ellos y les impuso una lógica particular, llevándolos a un momento límite de indistinción entre los elementos del libro y los suyos. No se me ocurren otras formas de explicar su constante labor de investigación salvo por esa especie de pacto ficcional. Es ciertamente una práctica anacrónica esta de una comunidad de exegetas que giran conjuntamente en torno a un punto hermético; aunque es curioso, por contraste, que fuera precisamente Finnegans Wake el primer libro que se compró por Amazon, una de las empresas de ventas por Internet más sintomáticas de la dispersión y la fragmentación que guían en gran parte el ethos de la época actual. «Me he sentado aquí desde 1988», profiere uno de los integrantes de mayor edad, orgulloso de compartir con los demás, y por tanto tiempo, un sitio de ideas pensado por fuera de toda relación de consumo. ¿Cuáles son las fuerzas de orden que impulsan este encuentro? Es loable, sobre todo, que en su quehacer persigan consagrar la lectura con el mismo estatus del que goza la escritura, aunque esta exigencia no sea un objetivo explícito sino la consecuencia del deseo que prodigan.
Hay que decir, para quienes no lo han adivinado ya, que todo el campo social descrito hasta aquí pertenece al documental La sociedad joyceana (2013), de la cineasta española Dora García. Todo su registro, salvo algunas añadiduras, está consagrado al fascinante momento de discusión e intercambio literario entre los integrantes del colectivo, dejándonos con la tarea de imaginar cómo estas personas actúan fuera de la sala de reunión, cómo incorporan sus lecturas a la vida ordinaria, del mismo modo que dicha vida transpira entre las páginas. El final de la película no podía ser de otra manera: el sonido de las campanas en la lejanía se superpone con las imágenes de los felices hermeneutas, dando a la lectura una designación religiosa, como el plano de Pickpocket (1959) donde Robert Bresson acompaña con música sacra el entrenamiento de los carteristas que ejercitan la habilidad de sus manos y sus gestos, haciendo de un simple hecho mundano el más apacible acto de fe.
2. Es conocida la idea de que, bajo la superficie de las cosas, se esconde una última capa de realidad inaccesible. Cada mediador, cada objeto, resulta un impedimento para acercarse a esta verdad absoluta. ¿Podemos suponer, en este paradigma, que los libros y las películas son una especie de ilusiones que nos alejan de lo real? Este postulado se replica cuando señalamos que una persona abandona la vida para encerrarse a ver películas y leer libros. ¿Hacia dónde se escapa todo el tiempo que pasamos viendo películas? ¿Es una pausa? Y más allá, ¿dónde acaba y dónde empieza una película? ¿Cuáles son sus orillas?
Vamos a tratar de ponernos en otra lógica: diremos que, cuantos más filtros haya, cuantos más mediadores, mayor será la realidad. Es una idea milagrosa del estudioso de la ciencia Bruno Latour. Es decir, que entre un mapa y el territorio no hay uno más real que otro, ambos son parte de una cadena de transformaciones que se inscribe en distintos estadios. De otra forma, podríamos argüir, ¿para qué hubiera Dios creado el Universo? La vida nunca es sólo vida, es vida en la inmanencia de sus medios, a través de ellos. En esos parámetros, cuando un espectador contempla una película obtiene algo de ella, pero la película también obtiene algo de esa mirada: crece ontológicamente. Cuando uno examina un libro y lo subraya, como los lectores de la sociedad joyceana, lo está transformando; al leer un diario, supongamos, una entrada de un diario cada día, el diario termina por ser también el propio. Pero no se detiene en los objetos artísticos: las palabras, las sombras, las conversaciones, los pensamientos, los insectos y el silencio, son todos susceptibles de interaccionar entre sí y ensanchar los cauces en el relieve de la vida. El origen de esta perspectiva tiene que ver con releer las disputas que ha tenido la filosofía a lo largo de la historia respecto a cómo se relaciona el sujeto con el objeto, ya no cargando el peso en uno u otro (es decir, en la conciencia o en la cosa-en-sí), sino en todo lo que se encuentra en medio, y buscar disolver un binomio que, además, desestima las facultades de los objetos para poner la vida en acción y da preferencia al sujeto como referencia primera. El cine sería entonces, por su densidad, una forma profunda de turbar el mundo. Por eso es difícil pensar que las películas sustituyen la experiencia, más bien son uno de los tantos modos de escindirla y cultivarla, o como bien precisa el poeta Roberto Juarroz: «La realidad está donde queremos que esté, donde somos capaces de engendrar una forma», y continúa: «La realidad sólo se descubre inventándola».
3. En la apertura de Céline et Julie vont en bateau, película de 1974 realizada por el francés Jacques Rivette, una mujer lee un libro de magia en una banca a medio parque. Hace los conjuros y gira la mirada fuera de la página esperando que tomen forma. Incluso juega con sus anteojos tratando de provocar lo que ve. Inesperadamente pasa otra mujer apresurada que deja caer una tela y, en clara alusión al relato de Alicia en el país de las maravillas, la primera mujer toma la prenda y persigue lo que parece una señal del destino forjada por sus hechizos. Estamos ante un particular modelo de lectura: la que se ve interrumpida por la vida y desborda su ficción sobre el espacio tridimensional. En este caso, el libro no sólo se lee, también escribe; incide directamente en las reglas que rigen el espacio-tiempo como una obra en plena expansión. Desde luego, es bajo la singularidad del cine que Rivette, como hace siempre, encanta el mundo que irrumpe en sus películas y lo llena de hilos secretos que desestabilizan por completo el orden habitual de los elementos y sus propiedades. Sin embargo, es posible traspapelar esta poética a los papeles de la vida ordinaria, rozar el límite entre el cine y la vida, del mismo modo que la luz no deja de ser tal cuando se refracta en un espejo ni cuando atraviesa el agua que reposa en un vaso.
Los que ostentan el poder suelen difundir la tajante división entre cine y vida impidiendo el acceso a un modo de entender el cine como fuente de pensamiento y de realidad. Qué provocador es especular que las películas son fenómenos naturales, como piedras con una rica vitalidad interior a las cuales se puede amar contemplando sus texturas y los sonidos que emiten al golpear en un estanque. Raúl Ruiz, cineasta chileno que creía en la vida propia de los objetos (¿qué cineasta podría rechazarlo?), escribió una fórmula fascinante para destronar las voces que ponen al cine en un lugar alejado de la realidad y que a menudo lo disfrazan como una ilusión que nos persuade a la negación, pero también a quien cree que unos ven cine y otros, con categoría, lo estudian: «No olvidemos que vivir una obra de arte no consiste sólo en estar fascinado por ella, en enamorarse de ella, sino también en comprender el proceso del enamorarse», y lo sintetiza en una ecuación concisa: «Amar te hace inteligente». «Amar te hace inteligente», ¡vaya respiro! Y al fondo de este postulado hay una inercia: indagar, compartir, escribir, escuchar, leer, reflexionar, discutir, intercambiar, relatar, sugerir y prestar son modos amorosos de participar en el intercambio con el mundo, dejando a un lado la idea del espectador que mira —sin influencias ni preceptos— una película que no tiene más aristas que la luz de la imagen, como si todas estas afectaciones le retiraran su aura, cuando son en verdad las que la constituyen. ¿Con qué seguridad podemos afirmar que no son las películas las que nos miran a nosotros?
4. En muchas tradiciones, a lo extenso e indeterminado le es adjudicado el sentido último de lo divino, pero en otras, esta vastedad más bien dicta una condena. ¿Dónde se pierde uno con mayor facilidad: en la amplitud del desierto o en lo intrincado de un laberinto? Seguramente estas decisiones conceptuales han tenido gran peso en la historia de la catalogación —una profesión muy antigua—, que no puede soslayar la discusión entre el límite y lo ilimitado, lo uno y lo múltiple. Si uno piensa en el gran bibliotecario del cine, Henri Langlois, a quien debemos, entre otras cosas, la conservación de una cantidad importante de películas que rescató desinteresadamente a través de la Cinemateca francesa, llama la atención su axioma de aceptar cualquier película sin el imperativo de la selección. Su decisión estaba signada en una metafísica muy particular: «Sólo el tiempo debe decidir», pues es difícil confiar al presente la protestad del criterio, aunque lo sugestivo es la generosa colaboración que Langlois asumió con la dimensión temporal, incluso sin comprenderla del todo.
Organizar, numerar, archivar son actividades ineludibles que luchan contra el influjo de la vida y a su vez —esto es lo fascinante— la desencadenan. Claramente las cosas no están sólo ahí esperando ser clasificadas, más bien clasificarlas es un modo de hacerlas hablar, ponerlas en relación, separarlas, distinguirlas, crear asociaciones y diferencias. Por más que nos acostumbremos a ciertas categorías, las posibilidades de reordenarlas son infinitas, aunque eso supone muchas veces luchar, por un lado, contra las posturas oficiales, y por el otro, contra el escepticismo desperdigado. Diremos entonces que, si normalmente las taxonomías apuntan a encerrar los elementos en dominios, no hay que desestimar que toda nomenclatura posibilita el crecimiento de las formas, esto es, que sus bordes se abismen. Como escribe Edmond Jabès: «Una puerta como un libro. / Abierta, cerrada. / Pasas y lees. / Tú pasas. Ella permanece». Naturalmente, las clasificaciones que descubren formas no detectadas con anterioridad son aquellas con plena conciencia de su inabarcabilidad. La nota más alta de las categorizaciones, en esa línea, son los intersticios que produce: el pensamiento inexpresado, «como si lo velado fuera el verdadero florecer» (Inger Christensen). Y el misterio no queda fuera de un orden clasificatorio sino acompañándolo, perdurando como una nota al pie.
5. En la vida no hay finales; en el cine sí. No obstante, al estar frente a una película la sensación de final se olvida. Si el cine y la vida son lo mismo, ¿por qué separarlos? El poeta W. H. Auden solía decir que un libro tiene que ser antagónico al lugar en que se lo lee, y si bien no estoy necesariamente de acuerdo, las consecuencias de este adagio son interesantes, sobre todo si nos detenemos en la condición de desfase. Esto quiere decir que, aunque lo que vemos en pantalla es parte de la realidad, hay una distancia con la realidad inmediata desde la que observamos la película. En algunas perspectivas, esta distancia, pensada como representación, es la evidencia del artilugio cinematográfico. Pero no olvidemos que un artilugio, del mismo modo que la ficción, no implica necesariamente una falta de realidad. Como señalé anteriormente, aquello que agrega el cine a la realidad, por ejemplo, al filmar el cielo, no es falsedad sino justamente mayor realidad. De modo que el cielo fuera de la pantalla, cuando es registrado, aumenta, transformándose en algo más sin diluirse por completo. Si después decidimos escribir algunas palabras sobre el cielo de esa película (que bien podría ser una de Raymonde Carasco, John Ford o Yasujirō Ozu), estaremos llevando aún más lejos las posibilidades de ese cielo y, en vez de limitarlo, le daremos más derroteros por los que circular. Esto significa que la vida está en crecimiento y el mundo en movimiento. Se puede ver con claridad con las leyes de la termodinámica, las cuales muestran que toda transformación energética —física, social, estética— produce necesariamente entropía, esto es, que nada sucede dos veces de la misma forma. Lo que el cine reproduce jamás será una réplica exacta de lo que registró en el momento en que lo registró, habrá un proceso de transmutación, y, aun así, conservará algo de aquel registro, acaso su misterio. Estamos ante una serie de paradojas: el cine registra lo que desaparece, pero nos presenta siempre el proceso de desaparición, y ese proceso, por si hace falta enfatizarlo, existe, se trasfiere (o como nos recuerda Clarice Lispector: «Escribir es acordarse de lo que nunca pasó»). Diremos, para finalizar, que lo que salva la unión entre el cine y la realidad es precisamente aquello que los distancia, como la luz diferida de una estrella.
Quienes conocemos a Bruno Varela y lo hemos visto expresarse, sabemos que sus ideas van más rápido de lo que sus gestos y palabras —que trastabillan, se debaten entre sí y se arrastran— alcanzan a atrapar y comunicar. Mientras unos vivimos una vida, él, como los gatos, ya vivió sus varias vidas. Con las películas que filma o monta pasa algo parecido, de hecho el término película no es el más exacto para hablar de ese hábitat que, de vez en vez, se corta por la mitad como una fruta para mostrarnos su color, sus semillas, su textura, su olor y la pluralidad de sus sabores. No es fácil seguirle el paso, ubicar la totalidad de su producción y organizar lo que fue primero, lo que le antecedió y cuál pieza fue ulterior. Pero hay que dejar de lado el miedo a perdernos cuando se trata de Bruno (y perdón que lo tutee, es cosa del cariño inmenso que le tengo), pues su obra nos obliga a reformular algunas lógicas de aproximación.
Cada una de sus piezas es apenas un arañazo en la superficie de un organismo subterráneo que excava cada vez más hondo y que intermitentemente sale a tomar aire, de modo que podemos avistarlo brevemente. No hay en esto ningún coqueteo con la invisibilidad, su trabajo es en demasía físico y material, como queda demostrado en la forma en que se funden el paisaje y los rostros con el grano de la imagen, o el sonido desafinado de sentido cuando incorpora algo de ruido intencional a la percepción de los objetos. El cine de Bruno es una puesta en caos, trasunto no obstante de una claridad milimétrica, interior, que acecha desde ese perpetuo ir y venir de su espíritu creador, más descubridor de una realidad cosechada que un inventor de ilusiones transgénicas.
Así, el movimiento que hay que captar como espectadores es el que pasa veloz, del que las piezas sonoras y visuales son sólo una huella, una rebaba, un sedimento. Uno puede sumergirse en su cuenta de Vimeo, donde tiene montones de experimentos en diferentes etapas de conjunción, asistir a las funciones donde siempre se proyectan retablos en construcción, o a sus esporádicas apariciones en festivales de cine, los cuales comúnmente no logran clasificar su trabajo y si lo hacen parecen quedarse cortos, no por falta de intenciones sino porque el escenario para la obra de Bruno solicita cierta movilidad en el tiempo y en el espacio. Algunas de sus piezas incluso sufren transformaciones o comparten elementos entre ellas como si fueran partículas de un mismo entorno. Pocas veces podemos decir que son películas con punto final.
En ese sentido es un alquimista indomesticable, lo que a veces resulta incómodo para quienes intentamos asir su quehacer, pero que a últimas nos ofrece una necesaria revisión de nuestros criterios y principios asentados. Dicho lo anterior, nunca he estado de acuerdo en que la escritura sobre su obra, el análisis si se quiere, calque el andar energético de Bruno, que se sume al albor caótico y bello de su paso acelerado, pues la crítica debería ser siempre atonal respecto a la obra que tiene entre manos: ser impuntual, desfasada —en todo sentido de la palabra, la crítica es pedirle peras al olmo— y, en el caso que ahora nos ocupa, cuando el creador es brumoso en el mejor de los sentidos, conciliar con la claridad. Y francamente porque emparejarnos con el ritmo de Bruno es desvirtuar lo que de único tiene su trabajo, aun si en él se congregan esfuerzos compartidos, distantes y cercanos.
Con mis pocas herramientas, lo que más me deslumbra de sus películas es la parte técnica: es un hacedor artesanal de toda variedad de formatos, procesados y revelados; lo mismo digitales que en celuloide, lo mismo con cámara que con juguetes e instrumentos múltiples. Su almanaque de archivos es babélico, acorde al de los mejores cineastas experimentales, es extenso, exhaustivo, dialectal, abundante en digresiones. Después, hay un salto digno de puntualización, para lo que me permito abrir un paréntesis.
Un problema que detecto entre los cineastas experimentales tanto locales como de otras latitudes, e incluso entre los programadores, críticos y el público general, es la tendencia a concebir el cine experimental como algo que se sale de toda norma, una ruptura más por impulso que por conocimiento de causa. Como si cualquier trazo desordenado, inconsciente y hasta despreciativo con la historia del cine, sea la singular o la plural, fuera de facto experimental y vanguardista. En cambio, los orfebres más admirables toman lo hecho y encuentran las ramificaciones y pasadizos para transitarlo; juegan con las cualidades, expanden y amplifican aspectos de las películas, desligan los mimbres que las conforman, se vuelven incisivos con alguno de sus aspectos o cambian sus condiciones climáticas todas: tempo, morfología, tono, textura, saturación y un largo etcétera. Más que herejes, los cineastas experimentales son obsesivos escribanos de los pergaminos del cine.
Para el
cine experimental hay un pasaje que es siempre complicado y que no muchos
logran sortear: aquél que va desde el material en bruto, en el que una mayoría
consigue buenos resultados, hasta su conformación encauzada, donde los propios
cineastas desconfían de la consistencia de su trabajo y añaden alguna voz en off,
enraízan sus imágenes en un concepto, o bien, las circunscriben a algún
discurso. Y ahí se nota una separación entre elementos, como si forma y contenido
no se acompañaran mutuamente. En la obra de Bruno noto a veces esa brecha entre
sus componentes, pero por razones muy diferentes a las antes expuestas —y esto
es importante aclararlo, pues el conocimiento cinematográfico tanto empírico como
teórico de Bruno es indudable—. Mi sensación es que, en su caso, el hecho de
que haya detrás de las películas un proceso continuo y persistente que fluye
como un río, provoca que no todos los ademanes alcancen a cristalizarse en las
películas. El proceso de Bruno va galopante e irrefrenable, muy adelantado
respecto a lo que nos deja curiosear en las delgadas rendijas. Por cada película suya que vemos, entrevemos una miríada latente de muchas otras más.
Bruno bien se podría alinear a los artistas de talante hermético, de mundos tan profundos que encuentran una
dificultad después para sacarlos a la luz. Es un tipo de obra que pocos espectadores
y críticos están dispuestos a aceptar, ya que implica seguir de cerca la
trayectoria del artista, estar enterado de sus búsquedas y de sus hallazgos,
familiarizarse con el universo propio que ha confeccionado para asimilar el
argot e identificar los arcanos. También, el hermetismo así entendido tiene la
característica de que, si se acabaran los espectadores, Bruno seguramente
seguiría haciendo películas. El cine es ya parte de la
sangre que corre por sus venas, y no puedo dejar de admirar la forma en que emprende su oficio, yendo con sus pocos instrumentos, a menudo acompañado de su hija Eugenia, al encuentro del azar, con el don de la improvisación a cuestas, como un pintor impresionista a mitad del campo. Nadie creería que aquel delgado hombrecillo con ademanes de alquimista está entregado a una tradición del cine que crece hacia el futuro, más refinado que cualquier departamento de efectos especiales usamericano, pues no hay para él efecto más tecnológico que las células, las partículas, las ondas y toda magnitud al alcance de cualquiera.
Hace unos
días Bruno presentó
«Malaria de archivos», un programa de películas suyas, en el cine La Cueva y lamenté mucho
no haber ido. Tuvo a bien, sin embargo, compartir una hoja con los enlaces
a esas piezas, lo que me permitió ver el programa y me alentó después a
escribir el presente texto. De ese conjunto, los trabajos que más admiro —y si no admiro de igual forma los otros es quizá
más por mis faltas como espectador que por las suyas como cineasta— son los que
tienen lentitud, cuya cadencia se resiste al arrojo (pero ¡qué sería Bruno sin
ese arrojo apasionado!), y donde hallo mayor unidad entre los planos y las
ideas, es decir que se vuelven una y la misma cosa: Chalchiuhtlicue
(2022), Oscuro objeto (2022), Espectropolítica (2023), Presentes
imaginarios (2023) y, muy especialmente, Neón cortex (2023). Allí,
los tiempos se dan cita, son corrientes revueltas que no sabemos si vienen o
van. Es, en fin, la chispa de las varias vidas que relampaguea en la nuestra.
Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio), Ingmar Bergman, 1974
Al ver Scener ur ett äktenskap, no puedo sino constatar que el amor es la materia natural del cine. Es la intriga perfecta, el aire y la tensión que mantienen en pie el drama: nos equivocaríamos si no pusiéramos a los grandes cineastas del amor junto a los grandes artífices del suspenso y de ese corazón delator que siempre amenaza los objetos y los rostros, que establece hilos invisibles en casa escena y levanta un brío inquietante igual que pasional. El amor es la arcilla perfecta del cine: muestra cómo los personajes ensayan diferentes distancias entre sí, cómo se les ilumina el rostro ante una nueva ocurrencia o, de manera simple, cómo una emoción atraviesa su pecho, instituye un frenesí e impulsa las acciones o las contiene encarcelándolas para no ceder a la locura. El amor hace pensar a la razón y a la piel, pero en el cine igualmente hace pensar al espacio, al ritmo, al sonido y la luz. El amor somete a unos y otros con su fuerza, mas trata de ser maniatado por los personajes quienes buscan que la realidad se corresponda con ese registro de altos vuelos.
Cuando en una escena Marianne (Liv Ullmann) está escuchando el relato de su paciente, pues ella se dedica a dar terapia, de pronto cae en cuenta de que se identifica con sus palabras, es a través de una experiencia ajena que ve la verdad y eso la hace temblar. Más tarde, en un último intento por arreglar su relación con Johan (Erland Josephson), un matrimonio en el que anochece, le propone que hagan un viaje juntos y que, por una vez, se salgan de la ruta recta y cambien sus planes, pero él se niega rotundamente. Con desolación, Marianne se pierde en sus propios pensamientos, trata de llegar más lejos y más profundo en sus sentimientos para hallar respuestas a tal estancamiento. Cuando finalmente se ve en la transparencia de su rostro la necesidad de expresar aquello que la quema por dentro, Johan, inesperadamente, pregunta por la hora y rompe el hechizo y la concentración del encuentro. Es un recordatorio de que el amor trabaja en otra instancia y en otro tiempo, no siempre adecuada a la métrica de lo cotidiano. Ya entrado en su interés por la hora, Johan dice que su reloj suele detenerse, una elegante manera que tiene Bergman de hacernos saber que el tiempo entre Marianne y Johan ya no es uno ni sincrónico: algo en su vida compartida se ha desfasado irremediablemente.
O Movimento das Coisas, Manuela Serra, 1985
La proyección de O Movimento das Coisas a la que asistí ayer por la tarde en la Cineteca Nacional estuvo precedida por Três dias sem Deus (1946), supuestamente la primera película dirigida por una mujer — Bárbara Vírginia— en la historia del cine portugués. Sin entrar en detalles, y según se explicaba en el texto que introducía el proceso de restauración al que estuvo sujeta, apenas se hallaron 26 minutos de una duración total de casi dos horas que debió tener al momento de estrenarse, y no se encontró ningún vestigio de su banda sonora. No me atrevo a hacer un juicio en forma de esta rara avis, pero claramente es una película sobre fantasmas, sobre luces y sombras. La copia proyectada así lo constata. Más allá del estado sesgado de la obra, presentarla en este programa doble fue un gran acierto, sobre todo porque la falta de sonido nos permitió como espectadores limpiar nuestros oídos y ojos en preparación para lo que seguía. Por ejemplo, tener sólo la parte visual te lleva a hacerte preguntas tan simples que en otro contexto pasarían por alto: ¿por qué se turbó el niño?, ¿qué lo hace llorar?, ¿es un gesto de miedo o de angustia aquél que ilumina el rostro de la mujer?, ¿la lluvia es tan torrencial como los juegos de luz, propios de una tormenta eléctrica, hacen suponer? Cada detalle adquiere una dimensión de mayor pujanza, funde una sensibilidad cuya delicadeza da cuenta de las cosas que normalmente pasan desapercibidas o que acontecen en el plano subterráneo de una película.
Algunos espectadores abandonaron la sala, confundidos o ahuyentados por la falta de sonido, otros más cotejaban en sus celulares si esta película de sustrato oscuro y refulgente era efectivamente O Movimento das Coisas. Para los que aguardamos, la recompensa fue mayor, no sólo por ver la única película que ha filmado Manuela Serra, sino porque gracias a pasar media hora en una sala en silencio las imágenes y los sonidos de esta segunda película eran cristalinos y puros. Estábamos como espectadores mejor preparados para recibir las estampas de aquel pueblecillo al norte de Portugal, su vida interna, sus fiestas y los oficios cotidianos de sus habitantes. También sus momentos en familia o con los vecinos y amigos. El inicio, una pintura de paisaje donde el canto de las aves anuncia el amanecer de un nuevo día, tiene la pulcritud para hacernos notar las cualidades matinales y las mutaciones que acarrea el avance del tiempo y cómo se entremezclan los fenómenos de la naturaleza con los ceremoniales de los pobladores. Es decir, la película amanece junto con el sol que retrata, se ciñe a sus avatares.
Cuando vemos a una mujer entrar en una habitación, los gestos —cómo abre la puerta, camina algunos pasos, enciende la estufa para hervir el agua— denotan la presencia de la directora. Quiero decir que, aunque es una obviedad, las películas no siempre —de hecho las menos de las veces— dejan constancia de que hubo un trabajo prolongado y persistente de quienes la filmaron. Algunos realizadores se roban las imágenes, otros, como Serra, las ofrendan para que éstas se integren a la realidad de la que se desprendieron, aumentando sus capas, acrecentando su densidad. Es casi una actividad artesanal, esculpida con cincel, que lleva el cine a un derrotero para el que en principio no ha sido pensado. O a esa idea nos han acostumbrado. Así, el puente que se levanta entre Três dias sem Deus y O Movimento das Coisas, provocado por la colindancia de su proyección, es casi mágico: la concentración y el encierro que demarcan la primera, se liberan como un respiro en la segunda. Una inhala, nos hace contener el aliento, y la otra es pura exhalación. La mansión de la primera, con sus vigas macizas, tiene un eco en la forma en que percibimos el espacio de la segunda, tan precisa y prolija, en un ida y vuelta entre la contemplación y la acción, lo que ofrece un sinfín de variantes de tiempo y lugar.
O Movimento das Coisas es también el ejemplo de la fuerza que puede imprimir un título, elegido con sapiencia, a su contenido. Durante toda la película no podemos dejar de maravillarnos por ese perpetuo movimiento, sea el tránsito de la luz, la preparación de la masa para hornear, el tintineo de las cigarras, el desarrollo del río o la niebla que se posa con sigilo sobre las casas y los campos. El movimiento, tal y como lo afronta Serra, es continuidad y cambio a un tiempo, es mínimo y amplio, breve y prolongado, evidente y secreto, circular y lineal, gregario e individualizado, humano y natural. Los movimientos de la realidad son impulsados por los propios gestos de la cámara, que va más allá de la complacencia de una imagen inerte y se involucra, particularmente con el zoom óptico, en las glosas del día. Lo mismo ocurre con el montaje, capaz de abandonar una escena caudalosa para observar otra en completa calma que sucede simultáneamente.
El cine suele atraer los acontecimientos a un centro, darles importancia y atención. Pocas son las veces en que el cine va hacia las cosas, las busca aun en su lejanía física y simbólica, sobre todo estética. Cuando Serra visita y trabaja filmando tal localidad, es con la conciencia de permitir que la soledad no claudique. No me refiero a la soledad de un individuo, sino a la soledad que nace cuando la distancia se hace evidente, cuando el ritmo es propio y autosuficiente, desligado de cuanto cae en la banalidad de un retrato ajeno. Es como si lo que pasa en O Movimento das Coisas estuviera fuera del magisterio del cine, sin intermediación tecnológica, antes bien una realización manual, mental y sentimental, acompasada al pulso que palpita en esas cosas que no conocen de quietud.
Tabi yakusha (Actores itinerantes), Mikio Naruse, 1940
Contémplese la siguiente escena de Tabi yakusha: en una compañía itinerante de teatro Kabuki, dos actores son los encargados de dar vida al personaje del caballo. El primero, con suma experiencia, interpreta las patas delanteras y la cabeza, el segundo, con apenas dos años en el oficio, tiene la responsabilidad de las patas traseras. La seriedad con que afrontan la tarea es motivo de burlas entre propios y extraños. Haciendo oídos sordos y siempre defendiendo la excelencia de su oficio con hechos, la pareja de intérpretes pasa las horas observando y estudiando el comportamiento de los caballos (dando cuenta incluso de cuando éstos derraman lágrimas de tristeza). De pronto, le informan a los actores que serán sustituidos en la obra por un caballo de verdad y ellos pegan el grito en el cielo, pues, aunque han tratado con el mayor ahínco de imitar al caballo a un nivel matemático, están convencidos de que el animal real, que encarna la condición máxima de precisión posible respecto de sí, no puede recrearse en el papel con mejores resultados que los suyos. La base del modelo que practican estos dos hombres es que sólo es posible actuar lo que no se es. Toda actividad artística conlleva un tránsito entre el punto A y el punto B: entre el hombre común y el actor, entre la vida y el escenario, o bien, entre el ser y el hacer. Para fines prácticos, se requiere del efecto de la distancia.