lunes, julio 14

Anne-Marie Miéville: la más bella de las preguntas

“E nada coexiste. Nenhum gesto / a um gesto corresponde” [“Y nada coexiste. Ningún gesto / corresponde a otro”]. Son versos de Jorge de Sena que, quizá sin conocerlos, Anne-Marie Miéville filmó película a película hasta labrar su tema por excelencia: el abismo entre dos personas; la maraña, si se quiere, de cualquier atisbo de relación: esa dificultad insalvable que aleja entre sí a una pareja que intenta acercarse, comprenderse y amarse. Esta falta de correspondencia, para Miéville, inicia en la pareja, pero se extiende a todo: los gestos, la música, las palabras, los claroscuros, las emociones, el espacio y el tiempo. Es una comprensión, más que narrativa, ontológica del conflicto.

Uno supondría que, por su constitución confrontativa, las películas de Miéville son centelleantes, pero es aquí donde descansa su peculiaridad: el conflicto, lejos de ebullir, se desplaza incansablemente al plano siguiente. Se transforma paso a paso, hilo a hilo, desyerbando la aparente solidez del paisaje. Estalla en todas direcciones como un pequeño big bang. Un bloque de vida corriente, puede entenderse, es ahora un escenario donde cada trazo es superlativo. Una palabra no será cualquier palabra; será, incluso, la palabra interior; una mirada se tenderá desde el corazón de una mujer hacia su ser amado y podrá reverberar en una sinfonía de Gustav Mahler o en un verso de Rainer Maria Rilke, dos artistas predilectos de Miéville por la adherencia de sus composiciones al desencuentro. Se trata de un cine de lo mínimo comportándose en un sentido maximalista: una épica de las relaciones humanas. Si narra grandes batallas, son las del pensamiento, y si estas batallas tienen lugar es gracias al sentido de confrontación que prevalece. 

Me atrevo a pensar que la resolución cinematográfica de Miéville pasa por tratar la secuencia como si fuera escena. Una secuencia, normalmente asociada a la dimensión narrativa, aunque no exclusivamente, suele forjar su unidad en razón de un temperamento o un núcleo semántico, mientras que la escena lo hace a partir de un espacio-tiempo uniforme. La secuencia, pues, contiene distintas escenas. En el caso de Miéville, la escena parece ser continente de la secuencia, le permite todo tipo de disgregación como si fuera el tono el que se expandiera por las venas de las escenas hasta dibujar las orillas espaciales y temporales de un cuerpo. Es tal vez el motivo que da al cine de Miéville una estructura más cercana al plano mental que al físico. Baste un ejemplo, uno de mis momentos favoritos de su cine, para intentar clarificar la cuestión. Un apunte preliminar: se trata de un momento cuya hermosura radica en un movimiento doble. Podemos tomar esta secuencia como teorema del cine de Miéville en su totalidad; al mismo tiempo, es una secuencia en que el teorema se aplica.

En Nous sommes tous encore ici (1977), un hombre y una mujer están sentados frente a frente en el compartimento de un tren en movimiento. Cuando el tren pasa por un túnel, la oscuridad oculta sus rostros; cuando atraviesan alguna rendija, la luz es intermitente; y cuando, en cambio, están a campo abierto, el sol los baña a plenitud. La conversación entre ellos está modulada, entonces, por la ausencia o la presencia lumínicas. No siempre los vemos gesticular las palabras que escuchamos; a veces sólo vemos uno de los dos rostros o el paisaje desde la ventanilla del tren, y en otras vemos todos los ademanes de sus ojos y labios, casi de su pensamiento. Estas condiciones de luz, que son a su vez variables dramáticas, contrastan con el anclaje de los cuerpos a un lugar fijo como el compartimiento de un tren, aun si el tren se desplaza. Por si fuera poco, lo que muestran los planos está también en boca de los personajes. Hablan de la dificultad de la mente, al viajar en tren, para seguir al cuerpo. Hablan de la impresión de que, cuando se va a gran velocidad, siempre se pierde algo en el camino. El hombre —interpretado por Jean-Luc Godard— sentencia: “El alma viaja con mayor lentitud, le toma tiempo reencontrarse con el cuerpo”.

Se notará que son varias las velocidades que concurren en este conjunto de planos. No avanzan los elementos en bloque. Es posible separar las hebras de este momento y ver cómo se van disipando, cada cual tomando una dirección autónoma y, en conjunto, enfrentándose entre sí. La voz, las palabras, los corazones, las ideas, los gestos, el trayecto, los sonidos, la música (haría falta un texto dedicado sólo a la música en Miéville. Siempre entra con precisión y se detiene en el instante justo)… Todo confabula en una interrogante irresoluble, pero, además, la distancia entre un ser y otro, que ambos reconocen mas no logran estrechar, es la tragedia de toda aproximación y, claro está, también su gracia. 

Hay una capa más a este respecto: los personajes de Miéville viven a través de lo otro y los otros. Tomemos el caso de Lou en Lou n’a pas dit non (1994). Ella escucha los problemas de la gente como voluntaria en una línea telefónica. Pero hace más: vive las vidas de estos extraños durante el lapso que los escucha. También está absorta con la estatua de los enamorados en el museo. ¿Qué tanto sus emociones se cristalizan a través de este bloque de piedra? Finalmente, después de cancelar su matrimonio de último momento, Pierre y Lou van a una iglesia a ver una boda. Es un momento fascinante: de algún modo se casan sin casarse; se casan a través de otra pareja. Una especie de casamiento profano, de un amor devoto pero sin capilla, tan intenso como la imaginación de Lou —que mira con los ojos de los demás— puede experimentar. ¿No son estas vidas derivadas huecos o multiplicaciones de las propias vidas? ¿No es una forma de salir de sí, de abismarse, de ser “dos en uno”?

Los personajes de Miéville siempre viven como si miraran a través de la ventanilla de un tren. Con el sol cegando sus ojos, con los túneles ensombreciendo sus certezas y acrecentando sus angustias, con tiempo de sobra para meditar e imaginar, con la música aguzando sus sentimientos, con los mundos de gente extraña mezclados con otros mundos. Algo es evidente: podemos dedicar toda una vida a tratar de entender al otro y a veces no es suficiente. Esa infinita búsqueda, sin embargo, minada por un escenario en el que “nada coexiste” y “ningún gesto corresponde a otro”, es para Miéville una pregunta sostenida en el tiempo. No cualquier pregunta, por supuesto, sino la más bella de las preguntas.

 

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