domingo, junio 11

El oficio secreto


Una tarde cualquiera, mientras leía el periódico, me encontré con una entrevista a Julio Llamazares donde él respondía lo siguiente: «Todos tenemos una vida pública, una privada y una secreta». Lo dijo para después ubicar su quehacer literario en el magisterio del secretismo, ahí donde la relevancia de lo escrito no reside en que ello se publique o se comparta, sino en el conocimiento obtenido de una labor minuciosa de prueba y error, personal e íntima en principio. Siempre he admirado esa forma de proceder, en la escritura, en el arte en general, casi diría que en todos los renglones de la vida, pero muy particularmente, y porque ése es el río que aquí navegamos, en la crítica de cine.

    En tanto que hay una mayoría de críticos que abandonarían el oficio si no tuvieran un rédito en su recepción, entiéndase un lector, los que nos han hechizado una y otra vez con sus observaciones suelen conducirse con la certeza de que hay un núcleo previo, mucho más vital, que antecede e incluso crea su propio y ulterior lector. Miguel Marías, uno de los más afines con esta segunda consideración, aun si sus ideas han encontrado eco por doquier, escribió alguna vez en la desaparecida revista Nickel Odeon que, en la crítica, «la divulgación no es sino un accidente de una actividad que es, en realidad, no ya privada, sino hasta confidencial, incluso en aquellos casos en que la difusión es el fin que la justifica».

    La forma más precisa de una película, donde ella es realmente ella y nada más, es cuando no ha sido mostrada ni advertida por nadie. Es un estadio imposible porque la simple mirada de sus responsables durante el proceso creador es suficiente para que que la película pierda sus valores prístinos. De hecho, muy en mis adentros tengo la convicción completamente opuesta: entre más mediaciones, entre más miradas refractadas, mayor es la realidad de que goza una película (si creyera lo contrario abandonaría el oficio de escribir sobre cine). No obstante, llevemos el juego hipotético hasta el final para ponderar las conclusiones a las que nos arrastra. Una película se juzga sin sus penas ni fortunas, como intocada por el ruido que suele emborronarla. Es buen apotegma la descripción que Clarice Lispector dedica a los espejos, y donde nos propone a los lectores mirar un espejo y no su reflejo: «Quien mira un espejo y, al mismo tiempo, consigue ausentarse de sí mismo, quien consigue verlo sin verse, quien entiende que su profundidad es ése su ser vacío, quien se encamina hacia dentro de su espacio transparente sin dejar en él el vestigio de su propia imagen, percibe entonces su misterio». ¿No es eso a lo que aspiramos también? ¿No es ésa la voluntad de todo el que se enfrenta a una película, es decir, a mirar y no a mirarse (por lo menos no en un principio)?

    El oficio de la crítica se debe a la misma cualidad hermética e inconfesa, a la búsqueda desinteresada, ni por asomo contaminada por banalidades del tipo «¿para quién escribe el crítico?», «¿debe cambiar su estilo según el formato y el medio en el que publica?», y otras preguntas que marcan la pauta de los cursos sobre la materia. El estilo es inviolable, emerge desde dentro y no está condicionado ni determinado por las contingencias. Claro que el crítico, como todo ser, recoge influencias en sus lecturas del entorno, pero me refiero a que del procesamiento y el cultivo de tales reflexiones, de su choque con las palabras y su puesta en página nacen las cosas por decir, no en la complacencia de las expectativas de vaya a saber qué público o qué coyuntura. El estilo evoluciona, texto a texto, es un ramillete de continuidades y nudos. Por el contrario, lo que no es el estilo ni, dicho sea de paso, la crítica, es la miríada de acumulaciones, de notas que se reinician cada vez, que no retoman ningún hilo y acaso sólo informan, cuando no se denigran dando cuenta de la digestión que un digestor digirió de una película.

    Jean-Claude Guiguet, según contó Biette, llenaba cuadernos enteros con notas sobre las películas que veía sin afán alguno de publicarlas. Estaban escritas para sí mismo, para prolongar y profundizar su experiencia y conocimiento sobre el cine y por ende sobre el mundo. No en vano, mucho tiempo después y recuperadas al cabo de los años, aquellas notas fueron a parar en el libro que Guiguet hermosamente tituló Lueur secrète, algo así como «resplandor secreto». Los escritos de Guiguet son formidables, pero lo es también el candor con que los elaboró. Imagino a un joven tomando apuntes en la oscuridad de la sala para después confeccionarlos en su alcoba, y reparo con gusto en la intimidad que le confirió a su actividad. ¿Quiero decir con todo esto que el público no cuenta? Faltaba menos… Tan sólo que los lectores llegan después del trabajo y no antes, lo reconocen, se adhieren y, pacientemente (algo que ya nadie tiene), se conforman como una comunidad, mínima o multitudinaria pero sustancial, que se fortalece a cada paso. Siempre preferiré a los críticos que hacen del oficio parte de su vida más recóndita y saben que la naturaleza de la crítica es el secreto, acaso su lenguaje más propio, pues sólo en éste el cine es espejo y no reflejo.

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