viernes, junio 23

Vergüenza

La noche avanza, Roberto Gavaldón, 1950

 

Una imagen que es toda ella sentimiento. Un rostro desdichado y quebrantado en primer plano. Una mirada que trata de fugarse de los ojos lacrimosos que la imantan. Un farol de plateadas luces que ahuyentan la noche en que la mujer, avergonzada, pretendía esconderse. Todos clavan su atención en Lucrecia (la evanescente Eva Martino) después de que el engreído Marcos Arizmendi (no el mejor Pedro Armendáriz) la abandona en el coche para irse con su amante. Este instante de La noche avanza, aparentemente secundario, en que la cámara desatiende la acción principal para quedarse con ella en su soledad, es muestra del talento que tenía Roberto Gavaldón para filmar, como pocos, el sentimiento de vergüenza. Los momentos en que el alma de un alguien queda al desnudo y vemos su rictus acaparar e inundar el campo visible hasta transformarlo en un trasunto lírico, casi una abstracción plástica repleta de claroscuros, es el punto de convergencia de todos los personajes gavaldonianos. Buenos o malos, al perseguir sus ambiciones caen presa de la ignominia: el hombre estafado, el amenazado y el descubierto; la mujer humillada, la engañada y la burlada. Si tan bien caracterizó Gavaldón el espacio urbano que ganaba importancia a mitad del siglo pasado con la creciente inmigración proveniente del campo, es porque supo verlo en los ojos de sus habitantes desdichados y embrollados en las reglas de un juego perverso.

    Gavaldón es el cineasta de los espejos, los dobles y las máscaras, pero eso no tendría efecto sin la otra mitad: cuando los espejos calan en quienes ven su propio reflejo, cuando el suplantador cae en su propia trampa y cuando la máscara calza con tal exactitud en el rostro de quien la porta que la una y el otro se confunden. Así es también el blanco y negro de sus imágenes noir, más que un capricho visual una extensión de la realidad dialéctica y en conflicto que acecha cada dimensión —la íntima y la externa— de las películas del director mexicano. Si El Indio Fernández fue un paisajista y Julio Bracho un intimista, Gavaldón fue quien mejor entrelazó ambos polos a través de dar un semblante físico a la intensidad interior de sus personajes. Siempre dilató los momentos en que éstos pierden la compostura, exponiéndolos además frente a testigos para acrecentar su hondo pudor; los avergonzados no saben adónde escabullirse y su desesperación se posterga hasta volverse, con el paso del relato, en amargura. Es verdad que el acto de exhibirlos en sus flaquezas, como animales malheridos y a expensas de una multitud de miradas ajenas, parece de una crueldad injustificable, pero es más bien la base dramática que refleja un mundo mucho más complejo: la ciudad, sitio por excelencia del anonimato en que la vergüenza no es sino una sublimación de la división entre ganadores y perdedores.

    Piénsese en la saturnina Pina Pellicer, la mejor actriz gavaldoniana por su forma de absorber y contener en apenas un movimiento de cejas el influjo de toda la falsedad construida que al final cae por su propio peso. No hay ejemplar más determinante que ver a Luisa en Días de otoño (1963) corriendo con su vestido de novia entre las calles y las risas de propios y extraños después de un casamiento frustrado. Esta secuencia concluye con ella frente a un espejo en movimiento que desnuda el frágil pacto en que se sostenían todas sus fabulaciones. Los mismos personajes que primero nos causaron compasión, también pueden provocarnos dudas o desconfianza. Esta ambigüedad, ese espíritu recóndito multiplicado y contenido en una mirada, a veces a lo largo de toda una película o en instantes tan efímeros como el de Lucrecia en La noche avanza, ahí donde por amor una mujer sigue ciegamente a su enamorado para después, cuando cae el velo, quedarse a la intemperie, sólo puede desembocar en tragedia. No hay imagen más gavaldoniana que la de una criatura solitaria entre las calles abarrotadas por la muchedumbre de una gran ciudad nocturna. No hay soledad más catastrófica que la de estar ante el espejo hecho pedazos. La vergüenza es, pues, un naufragio a la vista de todos.

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