sábado, mayo 6

El cine y sus orillas

 

O Movimento das Coisas, Manuela Serra, 1985

 

La proyección de O Movimento das Coisas a la que asistí ayer por la tarde en la Cineteca Nacional estuvo precedida por Três dias sem Deus (1946), supuestamente la primera película dirigida por una mujer — Bárbara Vírginia— en la historia del cine portugués. Sin entrar en detalles, y según se explicaba en el texto que introducía el proceso de restauración al que estuvo sujeta, apenas se hallaron 26 minutos de una duración total de casi dos horas que debió tener al momento de estrenarse, y no se encontró ningún vestigio de su banda sonora. No me atrevo a hacer un juicio en forma de esta rara avis, pero claramente es una película sobre fantasmas, sobre luces y sombras. La copia proyectada así lo constata. Más allá del estado sesgado de la obra, presentarla en este programa doble fue un gran acierto, sobre todo porque la falta de sonido nos permitió como espectadores limpiar nuestros oídos y ojos en preparación para lo que seguía. Por ejemplo, tener sólo la parte visual te lleva a hacerte preguntas tan simples que en otro contexto pasarían por alto: ¿por qué se turbó el niño?, ¿qué lo hace llorar?, ¿es un gesto de miedo o de angustia aquél que ilumina el rostro de la mujer?, ¿la lluvia es tan torrencial como los juegos de luz, propios de una tormenta eléctrica, hacen suponer? Cada detalle adquiere una dimensión de mayor pujanza, funde una sensibilidad cuya delicadeza da cuenta de las cosas que normalmente pasan desapercibidas o que acontecen en el plano subterráneo de una película.

    Algunos espectadores abandonaron la sala, confundidos o ahuyentados por la falta de sonido, otros más cotejaban en sus celulares si esta película de sustrato oscuro y refulgente era efectivamente O Movimento das Coisas. Para los que aguardamos, la recompensa fue mayor, no sólo por ver la única película que ha filmado Manuela Serra, sino porque gracias a pasar media hora en una sala en silencio las imágenes y los sonidos de esta segunda película eran cristalinos y puros. Estábamos como espectadores mejor preparados para recibir las estampas de aquel pueblecillo al norte de Portugal, su vida interna, sus fiestas y los oficios cotidianos de sus habitantes. También sus momentos en familia o con los vecinos y amigos. El inicio, una pintura de paisaje donde el canto de las aves anuncia el amanecer de un nuevo día, tiene la pulcritud para hacernos notar las cualidades matinales y las mutaciones que acarrea el avance del tiempo y cómo se entremezclan los fenómenos de la naturaleza con los ceremoniales de los pobladores. Es decir, la película amanece junto con el sol que retrata, se ciñe a sus avatares.

    Cuando vemos a una mujer entrar en una habitación, los gestos —cómo abre la puerta, camina algunos pasos, enciende la estufa para hervir el agua— denotan la presencia de la directora. Quiero decir que, aunque es una obviedad, las películas no siempre —de hecho las menos de las veces— dejan constancia de que hubo un trabajo prolongado y persistente de quienes la filmaron. Algunos realizadores se roban las imágenes, otros, como Serra, las ofrendan para que éstas se integren a la realidad de la que se desprendieron, aumentando sus capas, acrecentando su densidad. Es casi una actividad artesanal, esculpida con cincel, que lleva el cine a un derrotero para el que en principio no ha sido pensado. O a esa idea nos han acostumbrado. Así, el puente que se levanta entre Três dias sem Deus y O Movimento das Coisas, provocado por la colindancia de su proyección, es casi mágico: la concentración y el encierro que demarcan la primera, se liberan como un respiro en la segunda. Una inhala, nos hace contener el aliento, y la otra es pura exhalación. La mansión de la primera, con sus vigas macizas, tiene un eco en la forma en que percibimos el espacio de la segunda, tan precisa y prolija, en un ida y vuelta entre la contemplación y la acción, lo que ofrece un sinfín de variantes de tiempo y lugar.

    O Movimento das Coisas es también el ejemplo de la fuerza que puede imprimir un título, elegido con sapiencia, a su contenido. Durante toda la película no podemos dejar de maravillarnos por ese perpetuo movimiento, sea el tránsito de la luz, la preparación de la masa para hornear, el tintineo de las cigarras, el desarrollo del río o la niebla que se posa con sigilo sobre las casas y los campos. El movimiento, tal y como lo afronta Serra, es continuidad y cambio a un tiempo, es mínimo y amplio, breve y prolongado, evidente y secreto, circular y lineal, gregario e individualizado, humano y natural. Los movimientos de la realidad son impulsados por los propios gestos de la cámara, que va más allá de la complacencia de una imagen inerte y se involucra, particularmente con el zoom óptico, en las glosas del día. Lo mismo ocurre con el montaje, capaz de abandonar una escena caudalosa para observar otra en completa calma que sucede simultáneamente.

    El cine suele atraer los acontecimientos a un centro, darles importancia y atención. Pocas son las veces en que el cine va hacia las cosas, las busca aun en su lejanía física y simbólica, sobre todo estética. Cuando Serra visita y trabaja filmando tal localidad, es con la conciencia de permitir que la soledad no claudique. No me refiero a la soledad de un individuo, sino a la soledad que nace cuando la distancia se hace evidente, cuando el ritmo es propio y autosuficiente, desligado de cuanto cae en la banalidad de un retrato ajeno. Es como si lo que pasa en O Movimento das Coisas estuviera fuera del magisterio del cine, sin intermediación tecnológica, antes bien una realización manual, mental y sentimental, acompasada al pulso que palpita en esas cosas que no conocen de quietud.


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