jueves, febrero 9

Bajo influencia

¿Conoces esa película de Cassavetes, A Woman Under the Influence

Bueno, todas mis películas están hechas bajo influencia. Quizás sea el clima, 

quizás sea... Numéro Deux se hizo bajo la influencia de Miéville. Ella no estaba 

y se enfadó porque he tomado muchas cosas de ella y le dije que siempre 

lo había hecho. Si hago una imagen del sol, la tomo del sol. 

No puedo producir cosas por mí mismo. No sé cómo lo hacen 

otros cineastas. Siempre estoy tomando, nunca invento.


Jean-Luc Godard

 

 

La muerte de Godard no es una lamentación repleta de nostalgia, como se podría suponer. Su partida establece un corte abrupto en la historia del cine: el cine moderno, un modelo donde los espectadores entraban a la sala a compartir con otros, desconocidos y anónimos, una experiencia de conocimiento y curiosidad. Donde los espectadores entraban para viajar, saber de otros lugares y otras personas, aun si la película era sobre cosas que ya conocían. Pero esta modernidad no se limita a la experiencia de los espectadores, está en el seno mismo de la creación, donde los cineastas eran motivados por esa misma búsqueda del conocer. En las películas a las que me refiero se percibe aún la energía del rodaje como un encuentro y una manipulación de los materiales de la realidad a los que se enfrenta el cineasta. Es algo que ya no se percibe tan a menudo, pues las películas parecen saberlo todo, sin margen para la indefinición (por evocar a Robert Bresson, otro artista francés de la estirpe ahora extinta). Ese pulso, esa modulación, esa distancia, fue llevada más lejos que nadie por Godard. Eso explica por qué siempre fue, y esto incluye su etapa de vejez, el más joven de los cineastas, y por qué nunca se detuvo a disfrutar el sabor de la victoria. Fue grande porque trabajó como alguien diminuto, enfrentado a un mundo que lo sobrepasaba y en que siempre hay rincones dispuestos a entregar el placer de saber lo que uno no sabe. Y por eso, los que ven en las películas de Godard el epítome del artificio, la mueca o el ademán acartonado que es cine sin realidad, no valoran que fue el más realista de los cineastas. Llevó a cuestas el principio irrestricto de que el cinematógrafo registra y revela, y nunca —a pesar de todo lo constructivo que parece su estilo —crea o inventa. El registro de Godard es apabullante, casi un acto mental donde la realidad se beneficia de una textura que le resulta impropia. La maestría de Godard como montajista, que viene de muy atrás con su texto Défense et illustration du découpage classique, y que no fue una apostasía de la teoría baziniana sino su continuación más radical —la de la modernidad—, le permitió sujetar regiones aparentemente disímiles del país del cine en un mismo racimo. Cuando afirma que él no inventa nada, que él no produce y tan sólo toma, arrebata, roba, es porque su convicción de conocimiento es tan regia que este acto es finalmente inventivo, contra su propia voluntad. ¿Cuántas películas de las que se filman hoy están realizadas con esta voluntad de intelección? ¿Cuántos de los epígonos de Godard no han confundido sus imágenes con la realidad que respira entre los planos del artista francés? En esas preguntas descansa, para mí, el presente y futuro del cine, que no podrá jamás renegar de una figura como Godard, o mejor dicho de sus películas que para fortuna nuestra se quedan aún después de la partida del hombre. ¿Seremos capaces de tomarlas para nosotros?

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