sábado, diciembre 27

Utilidad del amor

Trois amies, Emmanuel Mouret, 2024

Hay algo de sobrenatural en el planteamiento inicial de Trois amies. Un hombre relata los hechos desde la muerte. Relata un mundo del que formaba parte: la mujer que amó, la hija que dejó huérfana y algunos amigos cada cual con sus aventuras y desventuras. Este hombre, Victor, hace algo más que contarnos la serie de sucesos que derivaron en su muerte. Nos muestra los enredos de su vida de entonces y los enredos que continúan incluso después de su trascendencia. Todavía más: nos implica en este universo. Cada plano trata de ser una concreción de la vehemencia de los sentimientos antes que su simple descripción. Porque hay una diferencia abismal entre mostrar lo que se siente y que las formas mostradas sean ellas mismas sentimientos. En esta segunda vía descansan los motivos que hacen de Emmanuel Mouret uno de los grandes cineastas de la actualidad. Me pregunto: ¿por qué un hombre nos habla desde la otra orilla? ¿No es una estrategia demasiado artificiosa, incluso molesta? Para responder, hay que reparar antes en la gran tragedia de la vida humana: la incomunicación, o, si se quiere, la irremediable lejanía entre una vida y otra. Nunca seremos capaces de comunicarnos al otro con completitud, mucho menos de encarnar experiencias ajenas con la cabalidad de las propias. Para Mouret esto integra también su gracia: es una tragedia, sí, pero a un tiempo origina hermosos malentendidos y apasionantes ocupaciones. Ser dos en vez de uno es acaso el quid de la realidad de todos los días.

Dicho esto, podemos volver a nuestra pregunta: ¿por qué un hombre nos habla desde la otra orilla? Porque la muerte es el desfase por excelencia. ¿Qué hay más lejano de la vida que la muerte? Cuando un hombre nos habla desde la muerte también nos habla desde la imposibilidad de interferir en el curso de las cosas. Ve con impotencia a aquellos que viven sin saber vivir y a quienes aman sin saber amar. Ese no saber, del que la muerte parece alejarse, es la vida, escenario donde los personajes mouretianos se equivocan, desean, mienten, quieren y dudan. En síntesis, donde se enfrentan, sin posibilidad de reescritura, al mundo por vez primera. Aun si Victor goza de un mirador privilegiado, no hay punto de contacto posible con los otros como para advertirles sobre el peso de cada decisión (habrá una excepción, un momento único prodigado por las facultades del cine). En esto el amor se parece a la muerte: se tiende una distancia apabullante, casi insalvable, entre el yo y los demás. Una cosa es lo que pensamos y sentimos, otra muy distinta es el destino de estos pensamientos y sentimientos. Lejos de resolver la ecuación, Mouret se alimenta de ella: pensar y sentir, lo mismo que desear, es ya una experiencia efusiva, tanto más si se la contrasta con el mundo concreto. Los dos afluentes que se atraen y permanecen en tensión sin necesariamente mezclarse, a decir de Luis Cernuda, son la realidad y el deseo.

        Película a película, Mouret retoma las posibilidades de esta infinita ars combinatoria para insistir en los mismos dichos, sobre todo para recaer en la belleza de decirlos. Es, si se me permite la digresión, como ese momento en que un traductor se enfrenta a la tarea de verter un poema a otro idioma. No hay modo de trasladar todas las cualidades intactas, acaso se pueden perder elementos y ganar otros, pero la simple empresa aflora las líneas de un esquema complejísimo, arduo, hermoso. Tal es la similitud con al amor y el intento de su puesta en común, a veces desafortunada, otras veces desaforada, desfondada, desorbitada, desmedida, desestimada, descarnada… Esta extralimitación de lo contenible se cristaliza en cada plano con suavidad: la puesta en escena, su desglose elegante con un desliz de la cámara o una transición sostenida, tiene la cualidad de dejar a un personaje a cuadro en completa soledad para después unirlo, allende del movimiento espacial, con otro y mostrar los resultados de la colisión. No se trata de una acción unidireccional, antes bien se despliega en varios sentidos en un vaivén entre la constricción y la amplitud, entre el contacto y la distancia. Lo mejor: la manera en que las distintas facetas de un continuo se contaminan entre sí, y cuando un personaje que estaba no está más su aura permanece flotando en el plano vacío. Podríamos aseverar que, en Mouret, un travelling es una cuestión de esclarecimiento… o de confusión.

        Lo visible, así, se nutre siempre de su contrario, tal y como la muerte desde la que nos habla Victor se articula con esa vida llena de imponderables. El amor abandona la infundada matriz de la dualidad y los complementarios para devenir en interrogante sin fin. He de sumar un último apunte: el tiempo. Además del orden espacial que expresé líneas atrás, hay una dimensión que pasa por el don del relato y la dosificación de la información propia del deseo que es, otra vez, el anhelo de un misterio. En los primeros minutos de Trois amies se muestran los espacios, esta vez vacíos, en los que ocurrirán las acciones de la película. Mouret ya había hecho esto en Chronique d'une liaison passagère (2022) pero mostrándolos al final, una vez finiquitada la acción. Esta vez se anticipa, consciente de cómo el magnetismo de los lugares se verá transformado lo mismo que su significación. El arco de la película no teme ir de la vida a la muerte, de la niñez a la adultez, relatos mayores que atañen a vidas completas y que ponen en dimensión todo eso que, de parecer una memoria íntima, personal, desemboca en la memoria de algo más amplio: el amor, no el que hacemos sino el que nos hace.


 

lunes, julio 14

Anne-Marie Miéville: la más bella de las preguntas

“E nada coexiste. Nenhum gesto / a um gesto corresponde” [“Y nada coexiste. Ningún gesto / corresponde a otro”]. Son versos de Jorge de Sena que, quizá sin conocerlos, Anne-Marie Miéville filmó película a película hasta labrar su tema por excelencia: el abismo entre dos personas; la maraña, si se quiere, de cualquier atisbo de relación: esa dificultad insalvable que aleja entre sí a una pareja que intenta acercarse, comprenderse y amarse. Esta falta de correspondencia, para Miéville, inicia en la pareja, pero se extiende a todo: los gestos, la música, las palabras, los claroscuros, las emociones, el espacio y el tiempo. Es una comprensión, más que narrativa, ontológica del conflicto.

Uno supondría que, por su constitución confrontativa, las películas de Miéville son centelleantes, pero es aquí donde descansa su peculiaridad: el conflicto, lejos de ebullir, se desplaza incansablemente al plano siguiente. Se transforma paso a paso, hilo a hilo, desyerbando la aparente solidez del paisaje. Estalla en todas direcciones como un pequeño big bang. Un bloque de vida corriente, puede entenderse, es ahora un escenario donde cada trazo es superlativo. Una palabra no será cualquier palabra; será, incluso, la palabra interior; una mirada se tenderá desde el corazón de una mujer hacia su ser amado y podrá reverberar en una sinfonía de Gustav Mahler o en un verso de Rainer Maria Rilke, dos artistas predilectos de Miéville por la adherencia de sus composiciones al desencuentro. Se trata de un cine de lo mínimo comportándose en un sentido maximalista: una épica de las relaciones humanas. Si narra grandes batallas, son las del pensamiento, y si estas batallas tienen lugar es gracias al sentido de confrontación que prevalece. 

Me atrevo a pensar que la resolución cinematográfica de Miéville pasa por tratar la secuencia como si fuera escena. Una secuencia, normalmente asociada a la dimensión narrativa, aunque no exclusivamente, suele forjar su unidad en razón de un temperamento o un núcleo semántico, mientras que la escena lo hace a partir de un espacio-tiempo uniforme. La secuencia, pues, contiene distintas escenas. En el caso de Miéville, la escena parece ser continente de la secuencia, le permite todo tipo de disgregación como si fuera el tono el que se expandiera por las venas de las escenas hasta dibujar las orillas espaciales y temporales de un cuerpo. Es tal vez el motivo que da al cine de Miéville una estructura más cercana al plano mental que al físico. Baste un ejemplo, uno de mis momentos favoritos de su cine, para intentar clarificar la cuestión. Un apunte preliminar: se trata de un momento cuya hermosura radica en un movimiento doble. Podemos tomar esta secuencia como teorema del cine de Miéville en su totalidad; al mismo tiempo, es una secuencia en que el teorema se aplica.

En Nous sommes tous encore ici (1977), un hombre y una mujer están sentados frente a frente en el compartimento de un tren en movimiento. Cuando el tren pasa por un túnel, la oscuridad oculta sus rostros; cuando atraviesan alguna rendija, la luz es intermitente; y cuando, en cambio, están a campo abierto, el sol los baña a plenitud. La conversación entre ellos está modulada, entonces, por la ausencia o la presencia lumínicas. No siempre los vemos gesticular las palabras que escuchamos; a veces sólo vemos uno de los dos rostros o el paisaje desde la ventanilla del tren, y en otras vemos todos los ademanes de sus ojos y labios, casi de su pensamiento. Estas condiciones de luz, que son a su vez variables dramáticas, contrastan con el anclaje de los cuerpos a un lugar fijo como el compartimiento de un tren, aun si el tren se desplaza. Por si fuera poco, lo que muestran los planos está también en boca de los personajes. Hablan de la dificultad de la mente, al viajar en tren, para seguir al cuerpo. Hablan de la impresión de que, cuando se va a gran velocidad, siempre se pierde algo en el camino. El hombre —interpretado por Jean-Luc Godard— sentencia: “El alma viaja con mayor lentitud, le toma tiempo reencontrarse con el cuerpo”.

Se notará que son varias las velocidades que concurren en este conjunto de planos. No avanzan los elementos en bloque. Es posible separar las hebras de este momento y ver cómo se van disipando, cada cual tomando una dirección autónoma y, en conjunto, enfrentándose entre sí. La voz, las palabras, los corazones, las ideas, los gestos, el trayecto, los sonidos, la música (haría falta un texto dedicado sólo a la música en Miéville. Siempre entra con precisión y se detiene en el instante justo)… Todo confabula en una interrogante irresoluble, pero, además, la distancia entre un ser y otro, que ambos reconocen mas no logran estrechar, es la tragedia de toda aproximación y, claro está, también su gracia. 

Hay una capa más a este respecto: los personajes de Miéville viven a través de lo otro y los otros. Tomemos el caso de Lou en Lou n’a pas dit non (1994). Ella escucha los problemas de la gente como voluntaria en una línea telefónica. Pero hace más: vive las vidas de estos extraños durante el lapso que los escucha. También está absorta con la estatua de los enamorados en el museo. ¿Qué tanto sus emociones se cristalizan a través de este bloque de piedra? Finalmente, después de cancelar su matrimonio de último momento, Pierre y Lou van a una iglesia a ver una boda. Es un momento fascinante: de algún modo se casan sin casarse; se casan a través de otra pareja. Una especie de casamiento profano, de un amor devoto pero sin capilla, tan intenso como la imaginación de Lou —que mira con los ojos de los demás— puede experimentar. ¿No son estas vidas derivadas huecos o multiplicaciones de las propias vidas? ¿No es una forma de salir de sí, de abismarse, de ser “dos en uno”?

Los personajes de Miéville siempre viven como si miraran a través de la ventanilla de un tren. Con el sol cegando sus ojos, con los túneles ensombreciendo sus certezas y acrecentando sus angustias, con tiempo de sobra para meditar e imaginar, con la música aguzando sus sentimientos, con los mundos de gente extraña mezclados con otros mundos. Algo es evidente: podemos dedicar toda una vida a tratar de entender al otro y a veces no es suficiente. Esa infinita búsqueda, sin embargo, minada por un escenario en el que “nada coexiste” y “ningún gesto corresponde a otro”, es para Miéville una pregunta sostenida en el tiempo. No cualquier pregunta, por supuesto, sino la más bella de las preguntas.

 

domingo, marzo 23

El río y la palabra

Este texto fue preparado originalmente para la hoja de sala de un foco dedicado a Marilyn Contardi el 22 de marzo de 2025 en el Centro de Cultura Digital de la Ciudad de México. Es, quizá, la primera vez que sus películas son vistas por el público mexicano.


El programa que verá a continuación, apreciable espectador, exige de usted ser también un lector. Marilyn Contardi, además de cineasta, es poeta: filma como si escribiera y escribe como si filmara. Si algo comparten sus distintas modalidades de expresión es una voz que avanza como el viento y, en un instante, es capturada por una palabra o un plano apenas para darle un nuevo impulso. No encontrará usted en estos semblantes provisorios intención alguna de fijeza y quietud. Todo es movimiento. Pero uno suave, como la luz del sol en el transcurso del día o el río que esculpe las piedras. ¿Curiosidad, quizá? Inocencia: la de una mirada primera sobre las cosas, incluso sobre los lugares conocidos de toda la vida. Tal inocencia dinamiza la realidad frente sí, la colma de fantasmas, bocetos y tentativas; renueva su incompletitud y la agranda en el tiempo: los elementos espaciales son ahora duración.

La primera película del programa, La vieja ciudad (1969), inicia con un sustrato histórico duro: representaciones pictóricas. Paulatinamente, hay un reencantamiento del museo, de sus piezas, que desemboca en el gran vitral de la vida urbana. Hay, también, un trastocamiento de la palabra: la poesía se vuelve la forma más efectiva de historización. En Zenón Pereyra, un pueblo de la colonización (1991), la localidad que vio nacer a Contardi, un croquis es el punto de partida para desencadenar lo que en cada sitio reverbera. Las paredes hablan animadas por el registro fílmico; los recuerdos se evocan, aun si la evocación es un estado poblado por las actividades diarias, los relojes, los animales y los caminos abandonados. La cámara desplazándose por las vías de tren es por sí mismo un signo de inmersión en la historia del cine. Finalmente, Homenaje a Juan L. Ortiz (1994) sigue la brecha territorial de las películas anteriores, esta vez por una vía misteriosa: la geografía física se decanta cual geografía sensible, trazada por las palabras de ese noble poeta entrerriano que tantos rincones discretos del mundo fundó. Materialmente, quiero decir, porque eso son las palabras: presencias.

A pesar de que el cine es el arte de la precisión, siempre atado a lo real, pocas veces se le destina a dar cuenta, palmo a palmo, de una región distintiva. Se teme que el apego a la vida más ordinaria y particular sea una descortesía para los foráneos. Contardi demuestra que el cine, para erigirse como forma de conocimiento y emoción —un arte de la otredad—, aun si eso lo condena a la soledad (¡hermosa soledad!), ha de apelar a lo singular: aquello que persigue quien desea embarcarse en la aventura de lo desconocido. Queda todo dicho cuando, en Homenaje a Juan L. Ortiz, Contardi pide a unos niños que reciten los poemas de Juanele y ahí confluyen lo viejo y lo joven, lo pétreo y lo airoso, lo escrito y lo hablado, lo serio y lo lúdico, lo fugaz y lo eterno. Pares que son unidad cuando de filmar y escribir en un mismo gesto se trata.